Yolanda Díaz se va pero no se va, que fuera hace mucho frío.
El trágala de la llamada ley de amnistía demuestra la incapacidad de este Gobierno para gobernar. Se acaba la fiesta. Todo empezó hace cinco años con aquel “no es no” con que un osado personaje rompió amarras con el resto del mundo. Y rubricó su desafío cuando añadió “¿qué parte del no no ha comprendido? Pues de aquellos vientos han llegado las presentes tempestades.
El preterido estreno de la ley de amnistía, semana y media hibernada, ni el propio Gobierno se atrevía a publicarla antes de las elecciones, tan indecente que su presidente se ha cuidado muy mucho en alejarse de ella durante su gestación, demuestra la impericia de la troupe que baila en torno a la figura del saltimbanqui.
Todos han repetido a coro que la amnistía es la garantía de la paz entre catalanes, del reencuentro entre españoles, y hasta que la ley es clarísima cuando quienes han de aplicarla no saben por dónde empezar.
Presumen de ella como si la hubiesen parido después de sesudas noches de estudio alejados de las distracciones que la política procura; como si un tal Cerdán no hubiera volado por media Europa con el borrador bajo el brazo, como si el prófugo de Waterloo no hubiera puesto hasta los plazos para rescatar la honorabilidad de la sagrada familia de los Pujol, etc.
Terminarán como la chavalería que corría hasta despeñarse tras el flautista de Hamelin; acabarán como Yolanda. Yolanda, quien tras confesarse incapaz para dirigir un partidillo político se auto confirma como vicepresidenta de todo un Gobierno. Sí, que fuera hace mucho frío.
El desenlace de la trama montada por Sánchez será tan complicado como doloroso. El muro, las líneas rojas, la ruptura del dialogo inherente a toda democracia representativa, ha echado raíces en la sociedad, hasta en esas células básicas que constituyen las familias.
La situación está retrotrayendo la vida política nacional a los años treinta del pasado siglo. Lo absurdo, lo que no tiene perdón, es que la simiente de la crispación, de los odios apenas contenidos, no sea ideológica. No se trata de modelos encontrados de sociedad, lucha de clases o intereses; no, todo parte de la proyección de un ego desmedido que hace del disfrute del poder su motor vital.
Y así sucede lo que estamos viendo con la ley de amnistía. Un asunto de trascendencia tal sólo puede abordarse desde un consenso social generalizado. Las mayorías parlamentarias no son suficientes, máxime siendo tan exiguas que los promotores del trágala obligan a sus disciplinados diputados a pernoctar en Madrid, como ha sido el caso.
Y así salen churros como la “ley de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña”, de tan costosa digestión y presunta inaplicación. El churro nacional.
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