“Aquel que no está de acuerdo con los designios de sus vecinos, no debe entrar en alianzas con ellos” (Sun Tzu, “El arte de la guerra”).
No resulta fácil analizar el papel de Rajoy y los populares. Sobre ellos se acumula demasiada hojarasca como para conocer su estado ¿siguen vivos, aletargados, quizá agazapados a la espera de ocasión para saltar a la cancha?
Renunció a enfrentarse al proceso de investidura alegando que no contaba con los apoyos suficientes para formar un gobierno estable. Quince días más tarde volvió a dejar pasar la oportunidad de emprender el proceso para formar gobierno, oportunidad que le brindaba su liderazgo en el Congreso, aunque insuficiente, y su mayoría absoluta en el Senado.
Seguía en idéntica situación; la anunciada aspiración de aunar sus 123 diputados con los 90 del PSOE y los 40 de Rivera no había dado un paso en firme. El reparto de culpas es tan estéril como esperar que ese tipo de conciertos, la gran coalición, se pueda lograr a través de conferencias de prensa, a la vista de todos y en directo.
El streaming vale para mostrar el resultado del acuerdo tejido entre bastidores y para nada más. No hay fuerza política capaz de someter al público, y en directo, sus avances y retrocesos en un proceso de negociación que, inevitablemente, comporta concesiones por parte de todos. Ni siquiera la que dice controlar Iglesias, por la sencilla razón de que él no busca acuerdos sino que el proceso descarrile para culpar a los demás.
Principio tan elemental en el juego político es sobradamente conocido por socialistas y populares; sus predecesores lo protagonizaron hace cuarenta años para apagar los rescoldos del guerracivilismo nacional con la Constitución de la concordia. Por eso fue posible la libertad; por eso, y por la comprensión demostrada por la izquierda de verdad entonces representada por el PC de Carrillo.
Ni Podemos ni Iglesias jueguen hoy ese papel, pero más que un inconveniente el hecho debería ser asumido como necesidad para cerrar los acuerdos básicos precisos para salvar la identidad del país y de su sistema. Parece como si no se lo hubieran planteado.
Que hoy no haya resquicio para la comunicación entre Rajoy y Sánchez no sirve de excusa. Por personalistas y verticales que sean las dos formaciones, dentro y fuera de ellas hay elementos lo suficientemente representativos como para, amparados por la discreción, romper ese pretexto sin poner en un brete la autoritas de sus respectivos jefes de filas.
Quedarse a mitad de camino de poco sirve. Por amplios y profundos que puedan ser los acuerdos entre Sánchez y Rivera ellos mismos saben que no valen de nada; sólo, tal vez, para dejar en evidencia a los populares. Confían en que éstos recibirán presiones de todo tipo y origen para abstenerse en la segunda votación de la investidura de Sánchez; no van a sumar sus votos a los de un Iglesias despechado, se dicen.
Lloverán apelaciones a la responsabilidad, incluso los denuestos podrían trocarse en lisonjas para que el segundo y cuarto grupo parlamentario del Congreso puedan acceder al poder. Cualquier cosa puede pasar, y la más extraña sería que el PP dejara el Gobierno de la Nación en manos de quien tiene en su programa cargarse todo lo construido en los últimos cuatro años. ¿A quién se le ocurre tamaño sin sentido?
Rajoy tiene que cargar con el no a Sánchez. Y los populares despejar el camino para un nuevo abanderado. Ya.