Terminábamos ayer preguntándonos ¿qué ha podido impulsar al sucesor de Pujol a depositar los intereses de la burguesía catalana en manos de la izquierda radical?
El paso del nacionalismo al soberanismo secesionista no encaja en la lógica de los hechos. Pretextos como que España nos roba, o que la Constitución no ampara las singularidades de Cataluña son tan artificiales que sólo cabe entenderlos como meros efugios, evasivas para ocultar otra realidad.
La incapacidad de sus administradores actuales para resolver las cuestiones que realmente importan a los ciudadanos ha acentuado su dependencia histórica del resto de la Nación. ¿De qué independencia están hablando pues?
Además, la insolvencia demostrada en la puesta en marcha de políticas de progreso social, cultural o económico quizá les haya hecho ver que desgajados del conjunto nacional constituirían un Estado fallido carente de toda viabilidad. ¿Independencia para llegar a un Estado cuya gobernación pasaría a manos de un conglomerado de fuerzas radicales, social y políticamente antagónicas?
Desde los tiempos de la monarquía absoluta hasta la parlamentaria de hoy, dos repúblicas de por medio, la estrategia del nacionalismo ante las instituciones estatales tenía un objetivo básico, la protección de los intereses de la burguesía que representan y de la que se nutren. Mediante aranceles ayer para proteger su tejido industrial amenazado por fenómenos como el maquinismo, pero hoy, en nuestro mundo globalizado y sin fronteras ¿de qué amenazas han de protegerse los herederos políticos de Pujol, sus votantes y patrocinadores?
Fue preciso que se hundieran treinta y cinco metros de un túnel en el barrio barcelonés del Carmelo para que el entonces presidente del gobierno tripartito de la Generalitat, el socialista Pascual Maragall, replicara a Artur Mas, entonces jefe de la oposición con una seria advertencia: “Su problema se llama 3%”. Lejos de darse por aludido, Mas pidió establecer entre socialistas y nacionalistas “un círculo de confianza… si se rompe ese círculo está enviando la legislatura a hacer puñetas”.
Maragall pidió disculpas y la omertá, ese viscoso Mediterráneo que tiene empapadas las costas del levante español, siguió amparando la corrupción como lo venía haciendo desde que en 1982 estalló el caso de la Banca Catalana, primera entidad financiera de la región, de la que Pujol había sido vicepresidente ejecutivo en los años setenta. Su saneamiento costó más de dos mil millones de euros.
El Fiscal General del Estado pidió que se procesara a Pujol por apropiación indebida y otros delitos. El entonces ya Molt Honorable President prestó declaración en la propia sede de la Generalitat; convocó una manifestación y envuelto en la bandera cuatribarrada, no estelada aún, tronó: “Nos quieren confiscar la victoria y también robar la honorabilidad”. Como muchos se temieron nada pasó; las acusaciones fueron sobreseídas. Presidía el Gobierno Felipe González.
La estructura política montada por Pujol era más que un partido; constituía la expresión de una clase cuyos paladines pagaban religiosamente la comisión requerida a cambio de concesiones de todo tipo.
La inmunidad que otorgaba una complicidad generalizada estalló víctima de excesos como el saqueo del Palau de Millet, 26 millones, o los 6.6 millones pagados por la constructora Ferrovial a cambio de contratas, y tantos otros cuya investigación y enjuiciamiento llevan años perdidos entre los pliegues de algunas togas judiciales.
Los ocho mil millones recaudados en los últimos siete años, además de cubrir los gastos partidarios y el andamiaje para “fer païs”, enriquecieron hasta a la mismísima familia del fundador. Y la traca final, el dinero atesorado en paraísos fiscales por el propio President.
Las únicas amenazas ciertas que hoy se ciernen sobre los nacionalistas catalanes es el deshonor y la cárcel. En su huida hacia adelante dejan al descubierto a sus valedores, patrocinadores, corruptores… Sí, pero precisamente ahí radica el reclamo electoral para ellos: tranquilos, la independencia nos hará libres; montaremos nuestro propio tribunal supremo, nuestra fiscalía propia, nuestro sistema penal…
¿El eje de la deriva del nacionalismo burgués está en el soberanismo o en el miedo a la cárcel de sus dirigentes?