La República Federal de Nigeria es el país africano más poblado. En sus treinta y seis Estados viven más de 170 millones de habitantes. De ellos, poco más de la mitad siguen los preceptos del Islam, y en torno al 40 por ciento son cristianos de diversas iglesias. Media docena de éstos murieron la pasada semana con la quema de sus templos.
Ni allí ni en ningún otro país africanos se produjeron manifestaciones como las recientes en Francia; ni protesta ni solidaridad. No hubo carteles ni pancartas ni esquelas que dijeran “Yo soy cristiano”. Nada.
Se supone que no todos los millones de musulmanes nigerianos sean seguidores del terrorista Abubakar Shekau, ocupado en extender la sharia por el noreste del país quemando cristianos o descuartizándolos a golpe de machete, ametrallándolos, o despanzurrando a quien tenga la desgracia de cruzarse con una de las niñas-bomba armadas por su secta salvaje.
Para hazañas de esa naturaleza los Boko Haram, que así se llaman los angelitos, secuestraron el pasado año a dos centenares de niñas. La destrucción de escuelas e iglesias es causa obligada para una organización autodenominada “la educación occidental es pecado”. Sobre sus espaldas cargan decenas de miles de asesinados y muchas más de emigrados hacia el sur del país o a los vecinos Sudán y Chad.
Todo esto pasa en el país africano más rico en petróleo y también uno de los más corruptos. No es de extrañar que allí nadie se atreva a salir con una pegatina solidaria a la calle, pero tampoco ha salido una voz desde las plutocracias del Golfo arábigo reclamando respeto para “los otros”. Es lo que se apresuraron a requerir la semana anterior instituciones, gobiernos y autoridades europeas para sofocar la crecida de un anti islamismo incompatible con la igualdad de derechos sobre la que se asienta la democracia en nuestro mundo libre.
Este, la igualdad de derechos, es uno de los hitos que marca la distancia entre uno y otro mundo.