Haber desenterrado el hacha secesionista en plena crisis constituyó poco menos que una traición. Parece como si los felones hubieran buscado el momento más inoportuno para que los responsables del país se ocuparan de su dislate. El gobierno nacional estaba en salvar al país de la quiebra a la que tanto contribuyeron, y siguen haciéndolo, los gobiernos de la Generalitat. En ese contexto, meter en la agenda política un asunto de gran calado constitucional son ganas de pegarse un tiro en el pie.
Las autoridades catalanas han tratado de revestir la cuestión como la maduración imparable de un sentimiento represado durante siglos; es decir, un movimiento heroico en tono mayor. Cuando la realidad es más pedestre: la incapacidad parlamentaria para aprobar sus presupuestos. Esa fue la razón por la que los representantes de la burguesía nacionalista entregaron su iniciativa a la izquierda republicana independentista. Y la consecuencia no podía ser distinta de lo que ha sucedido: suscitar un problema de estabilidad y confianza en la nación precisamente en el momento en que ha revertido el grueso de la crisis. Y también, lo que no es menor, producir en el electorado el sorpasso de ERC sobre CiU.
Todo ello plantea en la esfera catalana dos tipos de cuestiones. De un lado, revela la insensatez de una clase política –porque de eso se trata, de una clase- capaz de vender su patrimonio –valores e intereses- a cambio del triunfo de sus adversarios de ideología y clase. Bonito negocio. Pensamos que nada podría ir peor que con aquellos tripartitos anteriores de socialistas, republicanos de izquierda y comunistas; nos equivocamos. Lo de Convergencia y su rémora democristiana, Unió, ha superado los límites de aquéllos.
Y de otro, la ceguera de su sociedad. Más allá del tópico de que cada país tiene los políticos que se merece, resulta estruendoso el silencio cómplice del millón largo de catalanes que votó CiU; por ejemplo. O la mayoría del medio millón, largo también, que votó socialista. ¿Acaso ven viable la independencia, la segregación del resto de España, y honorable su salida por la puerta de servicio de la UE?
Extraña complicidad la de una clase empresarial crecida a las ubres de la nación española, como las tres mil oficinas de farmacia que han de ser rescatadas una y otra vez por el ministerio de Hacienda nacional, o la de los trabajadores de grandes empresas, españolas o multinacionales, en vuelve a invertirse a pesar de tener Cataluña cerrado su acceso a los mercados.
El mito romántico del nacionalismo que brilló en manifestaciones artísticas como el modernismo, produjo a la par un debilitamiento de la sociedad. Antes emprendedora y responsable, ahora ensimismada y cada vez más provinciana; los estragos de ésser de la ceba.
Acerca del derecho a decidir, desde el punto de vista de muchos, el problema es el descontento general y la desconfianza que la gente tienen hacia la casta política y su forma de gestionar la cosa pública. En Cataluña tienen la escusa del nacionalismo y alguien la fomenta como una posibilidad de escapar del poder de esa casta a la que identifican con “Madrid”. Quizá no sepan que parte de esa casta también está en Barcelona y que aunque escapen de la casta de Madrid, no escaparan de la de Barcelona mientras no elijan de otra manera a sus dirigentes.
El problema no es elegir qué casta queremos que nos robe, sino conseguir que no nos robe ninguna. Y para eso necesitamos que se cambie el sistema electoral de las listas cerradas de los partidos y se sustituya por listas abiertas, con candidatos conocidos en circunscripciones pequeñas para así decidir con votos quién está en política. . Ese derecho a decidir lo queremos todos.
Algo así, entre otras cosas.