Aquello de Bertolt Brecht de que «crisis es cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer», hace pensar en que si salimos de ésta al fin podremos hablar del gran cambio hacia la modernidad.
En los primeros años 80 del pasado siglo Guerra, el socialista, dijo apenas instalados en el poder que cuando salieran de él “a España no la va a conocer ni la madre que la parió”. No fue para tanto. Cierto es que politizaron el poder judicial a la voz de que Montesquieu estaba muerto, que se cargaron buena parte de la función pública y desactivaron el tribunal constitucional, como también que la economía se reordenó y que ocupamos al fin el lugar que nos correspondía en el mundo, una vez superada la transición, con las entradas en la OTAN y la CEE.
Pero al cabo de catorce años de gobiernos de González el país siguió siendo esencialmente el mismo. No tuvo inconveniente en merendarse la cena con los fastos del 92, provocando tres devaluaciones, tres, en un trimestre. Y aquello acabó malamente, escandalizando a propios y extraños con guerras sucias y el país metido en una espiral negra de corrupción de la que aún no ha salido.
El saldo de los ocho años de Aznar tampoco registra grandes mutaciones. La economía vivió sobre un círculo virtuoso, se recompusieron las cuentas públicas y se liberalizaron algunas cuestiones, pocas, pero al final se enconó la sociedad hasta límites cainitas por el error del apoyo a la dupla anglo norteamericana en la guerra contra Sadam.
Llegó el gobierno de la segunda hornada socialista, custodiada por algún veterano, Rubalcaba, y aquí sí que comenzaron a cambiar muchas cosas. Lamentablemente, a peor. El resultado final es tan evidente que lo de Rodríguez Zapatero no merece comentario alguno.
Pero la segunda fase popular sí que augura el entierro de lo viejo y la entrada de aires nuevos. Urgido por la situación sobre la que ha aterrizado, el Gobierno Rajoy ha transpuesto aquello de Plinio el Viejo, nulla dies sine linea en algo así como que no hay semana sin reforma. Y apenas abierta la financiera pone sobre la mesa la de la Administración Local. Esta vez la oposición no podrá rechazar sus líneas maestras.
En una de estas entramos en el siglo XXI. Salir, nadie sabe cómo saldremos, ni cuántos, pero de esta sí que a España no la reconocerían Victor Hugo, Rielke, don Jorgito el Inglés, Hemingway, Brenan, ni Carlos Fuentes, tan próximo. No digamos Paul Krugman, quien escribe hoy en el New York Times que bien está salvar el sistema financiero español, aunque le llama la atención que “mientras los dirigentes europeos acordaban este rescate, estaban enviando señales claras de que no tienen intención de cambiar las políticas que han dejado sin trabajo a casi una cuarta parte de los trabajadores españoles”.
Tal vez los otros europeos vean más de cerca que el Gobierno español está precisamente en eso, en cambiar las políticas que a tantos han dejado sin trabajo. ¿O es que el Nobel keynesiano piensa que esos fatídicos índices del 25% de paro, el de hoy o el de hace dieciocho años, que era el mismo, son ajenos a la productividad, a las leyes laborales, a la sequía inversora, al sobrecoste del aparato estatal; en fin, a la cultura del esfuerzo?
Pues yo no lo tengo nada claro. Seguimos discutiendo si son galgos o podencos. Hojeando la Teoría General de Keynes (1936), su debate sobre (contra) la economía «clásica» no me resultaba tan lejano (evidentemente, él apostaba claramente por los podencos). Einstein, por ahora, se salva (los neutrinos no son más veloces que la luz). ¿Y si resucitaran Copérnico y Galileo y se hicieran economistas?
Podrían hasta resucitar el tinglado de los hermanos Lehman, pero no sé si valdría la volver a discutir en torno al heliocentrismo; ya tenemos a la Merkel.