Tengo una sobrina que tomó un crédito para afrontar el establecimiento de su negocio. Un experto le recomendó que se cubriera del riesgo de interés; que hiciera un interest rate swap, como si aquello fuera una multinacional operando en los mercados del dólar, la libra y el yuan. Lo hizo, y mi sobrina paga religiosamente la prima que le asegura de no sabe bien qué, además de la amortización.
Paga porque tiene la esperanza de que escampe, porque le gusta hacer lo que hace, porque de ella depende media docena de colaboradores y porque lo suyo no es precisamente una farmacia en La Mancha ni una inmobiliaria en Andalucía, casos en que, visto lo visto, tal vez nada hubiera merecido la pena; ni establecerse, ni pedir el crédito, ni hacer el swap.
Conozco de cerca un par de casos similares, pequeñas empresas que sufren los daños colaterales que la crisis provoca en las grandes, Estado incluido. Y la realidad de que sigan en pié casos así es un síntoma estimulante; hace pensar en que hay resistentes. Gentes responsables, que como en la Francia ocupada por los nazis –Sarkozy aún no había nacido, Merkel tampoco- no se amilanan y luchan por su modo de vida, por su hacienda, por su libertad. Son ellos quienes hacen posible la subsistencia del llamado Estado de Bienestar que otros, todos, disfrutamos.
No tienen tiempo para indignarse, ni para reclamar la luna, ni de enfermar tan siquiera. No están acostumbrados a seguir consignas de nadie y de los políticos esperan sobre todo que no molesten, que no entorpezcan; como mucho, que creen espacios abiertos a la iniciativa de gentes como ellos, de emprendedores.
El próximo domingo es un buen momento para testar la salud cívica de los españoles, para comprobar si la confianza se impone sobre el miedo. Hace ocho años venció el miedo; no es extraño que ese vuelva a ser el eje de campaña de quienes entonces ganaron. Lástima.