El Presidente no irá al Congreso para explicar el lío de la financiación de las autonomías en que él solito se ha metido. Acostumbrado en la pasada legislatura a enfrentarse a la oposición con más de la mitad de la cámara paniguada, ZP no se encuentra en ésta a gusto, aquejado de precaria mayoría como está. Todo un gobierno dedicó el principio de esta semana a negociar con un diputado eco comunista catalán la retirada de su solicitud de que el señor presidente se explique. Los esfuerzos no debieron de ser demasiados habida cuenta de que el partidillo del diputado en cuestión es uno de los socios del tripartito catalán que gobiernan los socialistas.
Hay otra petición de comparecencia, de los populares, pero los hasta ahora paniaguados, nacionalistas y regionalistas básicamente, pretenden volver a serlo y ya han manifestado que no apoyarán la petición de los conservadores. La de ICV, sí la habrían apoyado; la del PP, no. Como cuando el Pacto del Tinell. Insólito pero real.
El funcionamiento de la democracia en nuestro país arrastra demasiadas cautelas propias de la transición. Hace treinta años, en aquel rodaje inicial de gentes y de procedimientos, con una opinión pública virgen y en medio de otra crisis económica de cuidado, la transparencia era menos relevante que organizar la convivencia de todos en libertad. Y así cabía justificar que un presidente de Gobierno no acudiera al parlamento con la frecuencia conveniente, o que las grandes cuestiones se encauzaran en la discreción de los pasillos o el reservado de un restaurante.
Hoy nada de aquello tiene pase; ni que la presidencia del Gobierno gaste su tiempo y capacidades en negociar que su jefe no acuda al Congreso para explicar la crisis o cómo piensa financiar a las autonomías, ni que los dos grandes partidos negocien, y de espaldas al país, la composición del futuro gobierno de la magistratura, uno de los tres poderes clásicos del Estado, y del Constitucional, el tribunal garante de los derechos y libertades de los españoles.
En el primero de los dos asuntos la opinión pública, demasiada vivida ya como para ser tachada de virgen a estas alturas, debería tomar nota de cómo el desmadre interno de un partido, el socialista en este caso, acaba constituyendo un problema nacional de envergadura. Y respecto del segundo, levantar la voz para denunciar el chalaneo de los partidos sobre cuestiones que nada tienen que ver con la función que la Constitución les tiene encomendadas.