“Necesitamos reformar la Constitución para establecer un nuevo sistema de financiación autonómica justo y equitativo que dé certeza, estabilidad y equilibrio al sistema de reparto de los recursos públicos, hoy permanentemente cuestionado y sometido a continuas revisiones”. Así reza la gran aportación que hizo a la reforma de la Constitución el cónclave socialista reunido en Granada hace un año.
El bueno de Rubalcaba lo glosaba ayer encomiásticamente: “el esfuerzo que el PSOE hizo entonces condujo a la propuesta más acabada de reforma constitucional de cuantas ha formulado partido alguno en nuestro país”.
Y todos se quedan tan anchos, como si cualquier reforma del título octavo no fuera a ser repudiada por unos y por otros. ¿Justo y equitativo? cuando nadie es capaz de definir la equidad en materia de financiación autonómica… Y de la justicia, para qué hablar.
Este es uno de los botones de muestra que abrochan las dudas sobre la viabilidad de una reforma constitucional útil para la convivencia de los españoles del siglo veintiuno.
Las bases necesarias para el entendimiento se han trocado en trincheras desde las que destruir al otro. No se atisba gesto alguno capaz de generar esperanzas en que los grandes partidos en principio constitucionalistas puedan coincidir en un espacio común, por estrecho que éste fuese.
Abrirse a futuras coaliciones con los antisistema “porque no hay por qué respetar que gobiernen quienes más votos tengan”, última ocurrencia emanada desde las filas socialistas, no abre camino alguno para el diálogo, ciertamente.
Hablar pues de la necesidad de reformas sin poner sobre la mesa mas que palabras sin otro sentido que el de generar titulares informativos son ganas de ahondar en la crisis de valores ciudadanos; la que está socavando el sistema con tanta o mayor eficacia que la otra crisis, la del paro.
Esta modalidad política de hablar con el decidido propósito de no entenderse con el otro tal vez sea un remedo de las guerras civiles del pasado. Aquellas se cerraron mejor que peor con las constituciones de 1876 y de 1978, restauradoras ambas de concordia tras los episodios inciviles que jalonaron los dos últimos siglos. Quiénes y cuándo podrán continuar esa incipiente tradición civilizadora hoy no son preguntas de fácil respuesta.
Para que gobiernen los más votados está el sistema de elección mayoritario. Un sistema de elección como tienen en Francia o Inglaterra para elegir personas, no partidos. Algunos esperamos que se implante más pronto que tarde, para evitar toda esta vergüenza.