La actualidad me ha hecho recordar lo que bajo este título escribí hace siete meses y medio en La Tercera de ABC . Fue publicada el 1 de enero del presente 1975 y, como reza la publicidad de un wisky escocés, «sigue tan campante».
No es buena señal que los riesgos permanezcan en escena tanto tiempo pero su paso quizá esté haciendo madurar determinados conceptos en la opinión pública.
La democracia televisiva
Recién cumplidos treinta y seis años de vida nuestra democracia está pidiendo una puesta a punto para servir de marco de convivencia a la sociedad de nuestros días. Demasiadas cosas han cambiado en este tiempo, demasiadas rigideces colapsan nuestro sistema representativo, demasiadas improvisaciones sin poso ni reposo amenazan el buen sentido de las reformas pendientes.
Nuestro régimen de libertades se asienta sobre fundamentos sólidos; fue diseñado para soportar holgadamente el peso del conjunto de los nacionales con todas sus ambiciones, incluidas las tensiones más probables en las sociedades de nuestro tiempo y entorno cultural.
Sus vigas y muros maestros han resistido durante decenios tracciones provocadas por crisis económicas, importadas o ganadas a pulso cuando nos creímos lo que no somos; crisis sociales, en buena medida consecuencia de los efectos que las económicas provocan en una población culturalmente depauperada; la crisis de valores engendrada por planes educativos funestos y nutrida de la basura que destilan a diario algunos medios y cadenas televisivas. Y ahora una crisis política que, al afectar desde dentro a los puntales del sistema y sus líneas de resistencia, puede resultar letal para la arquitectura diseñada en 1978.
Las plantas de una construcción están planeadas para soportar presiones ejercidas de arriba hacia abajo, incluso tensiones laterales, pero no las operadas en sentido inverso, desde abajo hacia arriba, contra de la ley de la gravedad.
Quienes desde los cimientos del consenso culminaron nuestro sistema constitucional no previeron en toda su dimensión el ataque a sus estructuras desde dentro. La solidez del entramado de derechos y obligaciones parecía garantizar la estabilidad del sistema. En ello confiaron los sucesivos gobernantes de nuestra democracia y también el común de los ciudadanos, hasta que se toparon con la burla de la Ley por parte de administradores indeseables. Unos, por robar, defraudar o malversar caudales públicos; otros quebrando con su deslealtad las bases de la convivencia nacional.
El golpe no ha sido flor de un día. Que los partidos con alguna cuota de poder, incluso uno hoy en formación, hayan servido o sirvan de cobijo a ciudadanos impresentables, cuando no meros delincuentes, tiene efectos devastadores en una opinión pública que no se reconoce en ellos y acaba despreciando ese “instrumento fundamental para la participación política”, como son definidos por la Constitución.
El bipartidismo, todo lo imperfecto que se quiera, es la expresión política natural en una sociedad desarrollada de nuestro tiempo en la que progresistas y conservadores, o socialdemócratas y liberales dicho de otra forma, concentran la gran mayoría de opiniones e intereses. Constituir los ejes vertebradores de la sociedad política es su responsabilidad, que dejan de cumplir cuando la partitocracia asfixia a la democracia.
El hecho es que no han sabido, querido o podido ajustarse a la realidad, comenzando por cuestionarse su propia naturaleza y desembarazarse de las ventajas que les fueron conferidas para levantar en medio de un erial político, hace treinta y seis años, toda una democracia parlamentaria.
La debilidad de un cuerpo social ajeno al ejercicio de sus responsabilidades cívicas durante cuarenta largos años ha hipertrofiado las funciones de los partidos, convertidos hoy en maquinarias de poder sin mayores contrapesos. La profesionalización de los militantes, convertidos en agentes políticos de su propio interés, ha producido un empobrecimiento penoso del Parlamento y de la propia alta administración del Estado.
Cómo extrañarse del eco obtenido por el “no nos representan” con que saltaron a la arena los últimos llegados al festín.
Quién va a sentirse representado por los actores de un sistema que suma medio millar de encausados por la Justicia, o en partidos incapaces de concertar solución alguna para los problemas reales de los españoles, desempleo, corrupción, educación, etc. Ni tampoco para cortar de raíz la secesión puesta en marcha por la felonía de un presidente regional.
La singular estrategia con que enfrenta el problema el responsable del Gobierno nacional ha podido servir para no exacerbar la sinrazón independentista, pero esa especie de tratamiento criogénico no ha logrado poner en razón a los sediciosos que siguen su marcha destrozando principios democráticos tan elementales como el respeto al pluralismo o el simple cumplimiento de las leyes a las que deben su posición.
La situación creada por tan insensato proceder ha cogido a la oposición fuera de juego, con el partido que la lidera enfrascado en un conflicto no resuelto durante años entre su ser socialista y el burgués nacionalista catalán y vasco. Su estructura interna, teóricamente federal, no le ha servido para cumplir el papel vertebrador que en la sociedad española le corresponde por historia, peso y relaciones internacionales.
Y no ha sido menor la falta de sentido de Estado en otras formaciones con asiento en el Parlamento; en unos casos debido al tufo electoralista de personalismos con ínfulas de bisagras, y en otros porque, sencillamente, no lo tienen.
Con estos factores en presencia, más la irrupción de una corriente alimentada por el cansancio y descontento embalsados durante cuatro años de crisis, la dialéctica política está enrocada en términos de difícil conjunción. La mayoría parlamentaria tiene un objetivo primario, salvar la crisis económica; la oposición socialista, reformar la Constitución. Los primeros, tratan de crear los empleos precisos para que el paro deje de ser la primera preocupación social. Los segundos, para acercar la Ley a las inquietudes o sensibilidades del momento.
Opuestos de esta naturaleza son normales en la vida de las democracias parlamentarias. Lo que no es normal es que la democracia se sustancie no en la Cámara de la soberanía nacional sino ante las cámaras de televisión y a golpe de redes sociales sin contraste; una democracia virtual en la que las cosas no son como son sino sólo como parecen. Lamentablemente hemos llegado a crear la atmósfera precisa para la demolición del sistema desde dentro; y sin mayores esfuerzos, como corresponde a un mundo de menguadas exigencias éticas.