Recién cumplidos treinta y seis años de vida nuestra democracia está pidiendo una puesta a punto para servir de marco de convivencia a la sociedad de nuestros días. Demasiadas cosas han cambiado en este tiempo, demasiadas rigideces colapsan nuestro sistema representativo, demasiadas improvisaciones sin poso ni reposo amenazan el buen sentido de las reformas pendientes.
Nuestro régimen de libertades se asienta sobre fundamentos sólidos; fue diseñado para soportar holgadamente el peso del conjunto de los nacionales con todas sus ambiciones, incluidas las tensiones más probables en las sociedades de nuestro tiempo y entorno cultural.
Sus vigas y muros maestros han resistido durante decenios tracciones provocadas por crisis económicas, importadas o ganadas a pulso cuando nos creímos lo que no somos; crisis sociales, en buena medida consecuencia de los efectos que las económicas provocan en una población culturalmente depauperada; la crisis de valores engendrada por planes educativos funestos y nutrida de la basura que destilan a diario algunos medios y cadenas televisivas. Y ahora una crisis política que, al afectar desde dentro a los puntales del sistema y sus líneas de resistencia, puede resultar letal para la arquitectura diseñada en 1978.
Las plantas de una construcción están planeadas para soportar presiones ejercidas de arriba hacia abajo, incluso tensiones laterales, pero no las operadas en sentido inverso, desde abajo hacia arriba, contra de la ley de la gravedad.
Quienes desde los cimientos del consenso culminaron nuestro sistema constitucional no previeron en toda su dimensión el ataque a sus estructuras desde dentro. La solidez del entramado de derechos y obligaciones parecía garantizar la estabilidad del sistema. En ello confiaron los sucesivos gobernantes de nuestra democracia y también el común de los ciudadanos, hasta que se toparon con la burla de la Ley por parte de administradores indeseables. Unos, por robar, defraudar o malversar caudales públicos; otros quebrando con su deslealtad las bases de la convivencia nacional.
El golpe no ha sido flor de un día. Que los partidos con alguna cuota de poder, incluso uno hoy en formación, hayan servido o sirvan de cobijo a ciudadanos impresentables, cuando no meros delincuentes, tiene efectos devastadores en una opinión pública que no se reconoce en ellos y acaba despreciando ese “instrumento fundamental para la participación política”, como son definidos por la Constitución.