No está de moda opinar que algo hace bien el presidente del Gobierno. Dentro del decaimiento global que afecta a la política y a sus agentes, aplaudir una actuación, un mensaje, resulta tan inusual que se descalifica enseguida como si hablar bien de algo o alguien respondiera a un interés oculto. Pues bien, digo que la intervención de Rajoy en Barcelona el domingo último ha sido perfecta, naturalmente dentro de lo que cabe.
En torno a la cuestión catalana hay una serie de prejuicios establecidos que, en mi opinión, no conducen a sitio distinto de la frustración. La necesidad del dialogo con los nacionalistas para encontrar un punto intermedio sobre el que pivotar una solución, por ejemplo, no lleva más que a la nostalgia. ¿Es que acaso cabe algún punto intermedio en la actual situación?
Si nuestro sistema fuera tan centralizado como el francés, por ejemplo, cabría dialogar en torno a una solución: descentralizarlo dando autonomía a las regiones… que es lo que ya tenemos.
Si la autonomía definida en nuestra Constitución estuviera limitada a cuestiones meramente administrativas, como la que tienen o están reconociendo algunos países a comunidades, caso de las indígenas en Colombia, habría un amplio campo en el que explorar la cesión de otras parcelas, pero no es el caso. Las comunidades autónomas nacionales tienen mayor capacidad de autogobierno que los landers de la república federal alemana, por ejemplo. Y no digamos con respecto a las cinco regiones italianas con estatuto especial.
¿Qué se propone pues como vía de intermediación, la semántica? Esa salida no conduce a parte alguna sobe todo cuando lo que busca el llamado nacionalismo es lisa y llanamente la sedición. El viaje a un futuro más confortable para todos, en mi opinión, requiere pertrecharse de buenas razones, algo más concreto y efectivo que las buenas intenciones.
La primera se llama seguridad, el mejor antídoto contra el vértigo ante el vacío. A propios y ajenos habrá que contar las cosas como son, cómo pueden ser y cómo no van a poder ser. No quedan ya perdices por marear.
La segunda es demostrar el coste del desgobierno que sufre Cataluña, la única región española que lleva dos años fuera de la realidad; siendo una de las más ricas, vive a costa de las demás porque sus responsables políticos incumplen sus funciones.
La tercera, denunciar la falacia de quienes siendo minoría secuestran la voz de todos los catalanes; de quienes hablan de Cataluña como sujeto de derechos como si los ciudadanos fueran meros figurantes. Ese desprecio por las personas es lógico en nacionalismos predemocráticos, que fijan sus pretensiones en reconstrucciones historicistas extravagantes, la más reciente anclada en los comienzos del siglo XVIII.
Y por abreviar, una cuarta: reiterar mil veces el concepto de que la soberanía de una nación no reside en su suelo ni en su historia ni en su cultura; sólo en sus ciudadanos. De que todos son libres e iguales ante la ley, de que ellos son los titulares de todos los derechos y están gravados con las mismas obligaciones.
Esto fue lo que hizo en Barcelona el presidente del Gobierno aprovechando un acto nacional de su partido. En esta sociedad de la información de la que somos parte, el escenario es irrelevante; por encima de sus conmilitones, habló para todos. Es obvio.