Le honra la dimisión, lo cual no borra los errores que le han conducido hasta ella. Alberto Ruiz-Gallardón ha sido un político original. Gozó tiempo atrás de la neutralidad, cuando no halago, de algún medio habitualmente crítico con la derecha, siendo él de derechas de toda la vida; de los miembros del Gobierno quizá el más connotado en ese sentido.
Uno de los pocos supervivientes de la antigua AP que fundara Fraga en la Transición desaparece de la vida política. Así lo anuncia. Durante años su ambición, compensada por una inteligencia singular, pareció no tener límites. De la presidencia de la Comunidad de Madrid pasó a regir el Ayuntamiento de la capital. No reparó en gastos y las urnas siempre le quisieron. Así revalidó su paso por la alcaldía capitalina antes de incorporarse al Gobierno de la Nación al cabo de unos meses.
Un ministro con ideas propias en un gobierno encerrado en domesticar la crisis… Su papel no podía resultar sencillo y, uno a uno, vio cómo sus proyectos legislativos, de envergadura la mayoría, no llegaban a buen fin y casi siempre por la misma causa: la incapacidad de sumar adhesiones.
No es cosa fácil alcanzar consensos cuando se enfrentan intereses creados o dogmatismos ideológicos. Se estrelló queriendo volver a la letra de la Constitución la formación del Consejo del Poder Judicial, pero sus miembros siguen designándose como se ha venido haciendo desde la reforma de Felipe González que el ahora ex ministro calificó de inconstitucional.
No pudo sacar del propio Gobierno su proyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial, sin apenas informes técnicos favorables y contestado por los sectores afectados, y en el Congreso llevan un año estancados sus proyectos de nuevo Código Penal y de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Y para remate su Gobierno, por las razones que fueran, detiene el proyecto de reforma de la Ley del Aborto. ¿Caben más políticas truncadas?
El propio ex ministro ha confesado paladinamente en su despedida que no ha sido capaz de cumplir el encargo que tenía. Las reformas nunca son fáciles, ciertamente; pero resultan prácticamente imposibles si no van asistidas por un sentir mayoritario. Conseguir ese clima favorable es tarea exigible a un político de altura, como Ruiz-Gallardón lo es, o lo fue. Pero no todos disponen de la flexibilidad, humildad y vista de largo alcance, virtudes opuestas a la intransigencia, arrogancia e inmediatez tan presentes en la mayoría de los políticos en presencia y, a la postre, causa de sus fracasos.
Con todo ello, nada ganan los populares con su marcha. Y tampoco la política nacional, ayuna como está de personalidades de criterio, cultura y sentido crítico.