Al escribir estas líneas en la Historia de España se ha empezado a escribir en una página nueva. El reinado de Felipe VI ha comenzado en el punto y hora en que concluyó el de su padre, Juan Carlos I. La decisión del jefe de la Corona de abdicar sus funciones ha sido refrendada por una inmensa mayoría en las Cámaras. Todo ha discurrido conforme a las reglas establecidas. Pero quizá tanta naturalidad haya impedido sopesar en su justa dimensión el legado del Rey restaurador de la democracia.
Si la monarquía goza de un nivel apreciable de aceptación no es debido al apego del pueblo español a las tradiciones. No es el nuestro un país de monárquicos, tampoco de republicanos.
El común ha sufrido demasiadas peripecias a lo largo de los tiempos como para haber acumulado altas dosis de escepticismo ante cuestiones que escapan de sus preocupaciones inmediatas. Tiene cierta alergia a los cambios radicales, como viene probándolo en cada consulta electoral desde que en 1977 comenzó a marchar por el camino de la libertad. Pero también el instinto suficiente para advertir cuándo conviene hacer mudanza, sentido éste que ha demostrado poseer en grado extremo Juan Carlos I.
El Rey que ha dejado de serlo comenzó a realizar su trabajo en unas circunstancias hoy impensables para la mayoría de la población. Una sociedad temerosa y ajena al ejercicio de las libertades frente a un sistema organizado verticalmente de arriba abajo. Pero también existía una extensa clase media y el temor al regreso de un pasado fratricida, factores ambos que supo aprovechar.
Juan Carlos I disponía de todos los poderes que se había atribuido como jefe de Estado el general que ganó la guerra civil. Sólo los utilizó el primer año y con la habilidad necesaria para desactivar las resistencias de los albaceas del recién fallecido Caudillo. Nombró un jefe de Gobierno, Adolfo Suárez, y lo respaldó para que un referéndum introdujera en el sistema un concepto hoy tan elemental como la soberanía popular.
A partir de ahí, diciembre de 1976, y de las elecciones de junio del 77 para hacer la Constitución de la Concordia, el Rey renunció a todos los poderes recibidos para depositarlos en los representantes de la soberanía popular, como es lo propio de la Corona en un régimen parlamentario.
Más allá de la literatura con que quepa glosar el ejercicio de sus funciones, la intensidad con que haya moderado y arbitrado –que esas son- durante los últimos treinta y nueva años, la realidad es que no ha habido en la Historia nacional período tan extenso de mayor libertad, justicia, igualdad y solidaridad. También de progreso, pese a los devastadores efectos de las cuatro crisis económicas sufridas durante su reinado. Y de concordia, a pesar de los brotes que amenazan la ruptura de la lealtad constitucional.
Ayer, y según marca la Constitución, su promotor y primer servidor cedió la silla al Príncipe de Asturias. Comedidamente, tan austeramente que no hubo ocasión para el homenaje. Es una deuda que pesa sobre el pueblo español y sus representantes, porque de bien nacidos es ser agradecidos. Ignorarlo o regatear el reconocimiento de los hechos es mezquino, cuando no miserable.