El papanatismo es dolencia que no distingue de sexo ni condición. Ahora se escucha por doquier que hay que oir a la calle, que las redes sociales hierven pidiendo de todo, luna incluida. Medios e intermediarios presuntamente sesudos hacen la ola a un personaje que ha cosechado un millón de votos desde el púlpito de las tertulias como si fuera el profeta de la nueva política. El mesías del chavismo en la Europa decadente de nuestros días, la de la sanidad y enseñanza gratuitas, por cierto.
Fenómenos sociales como las pasadas movilizaciones del 15M, o de violencia anarcoide como los de Gamonal o Sans, revelan tanto que existen problemas como que la sociedad dispone de mecanismos para que puedan ser puestos de manifiesto. Y al mismo tiempo demuestran que su alcance es el que es, y nada más. Su concurso es importante pero no por meter más ruido tienen mayores derechos que la gran mayoría que supone el resto.
La democracia consiste precisamente en que el gobierno corresponde no a quienes más chillan sino a quienes tienen más votos, como resumió Adolfo Suárez antes de las elecciones del 77. Entonces no había redes sociales ni falta que hacían porque la calle era un clamor imposible de desoír. Pero las urnas mostraron otra realidad; más ancha, profunda y diversa, como la sociedad lo es. Y también más callada, porque en los países libres las mayorías no precisan hacer ruido.
Las redes son la espita por la que las minorías se movilizan y hacen oir. Pero la medida única del peso de cada cual, minorías y mayorías, apocalípticos e integrados, izquierdas, centro o derechas está en las urnas. Ese es uno de los grandes valores de la democracia. De la democracia sin apellidos; del gobierno de los pueblos libres por quienes cada cuatro años representan su mayoría.