La nación está asistiendo a una lección práctica de teoría política: cómo se producen cosas trascendentes en una Monarquía Parlamentaria.
La Corona ejerce precisamente esa función, la de coronar la institucionalidad del Estado. Más allá del de moderar, su titular tiene muy pocos poderes, ni siquiera el de poder apearse a mitad de camino, o sea en vida.
Ha de contar con el Gobierno, porque el titular de la Corona nada puede firmar sin el refrendo del Gobierno, es decir, de la mayoría del parlamento. El Rey comunicó al Presidente su decisión firmada en un documento que pasará a tener relevancia jurídico política en cuanto forme parte de una Ley que apruebe el órgano que encarna la soberanía popular, y con una mayoría cualificada.
En eso estamos.
El hecho de que el Presidente adelantara al país la decisión del Jefe de Estado fue relevante. Más allá de la imposibilidad de controlar la noticia una vez puesto en marcha el proceso informativo -equipo de televisión en la Zarzuela, etc-, está la realidad de que el Rey no es libre para coger el portante sin más ni más.
Y es que lo de Parlamentaria no es un simple adjetivo de Monarquía; en este sistema ambos términos son sustantivos.
Lo que hizo el Jefe del Estado fue iniciar el proceso comunicando por escrito al Presidente del Gobierno que encabeza una mayoría parlamentaria. En este caso es absoluta, pero podría serlo mediante una coalición de partidos; lo importante es que la ciudadanía ha de dar su consentimiento para desencadenar el relevo en la jefatura del Estado.
Las naturalidad con que se produzca este cambio es una de las connotaciones positivas del sistema. La gran diferencia entre la Corona y la Presidencia de una República radica en la neutralidad de la primera frente al carácter partidario de la segunda. ¿Cuál de las dos está en mejores condiciones para representar a todos los ciudadanos, o a que éstos se sientan representados por ellas?