Perece mentira. Pocos han dispuesto de más ocasiones para mostrar su capacidad de maniobra que el todavía secretario general del partido socialista. Y menos aún quienes tuvieran tantas oportunidades de gobierno.
Más de veinte años lleva con asiento de primera fila en el turf de la política nacional. Desde que le confió Felipe González la cartera de Educación en 1992, aquel año de los grandes fastos y otras tantas devaluaciones de la peseta, hasta el día de hoy, Alfredo Pérez Rubalcaba ha vivido ininterrumpidamente del presupuesto nacional, y casi siempre con coche incluido. Ministerios, el de la Presidencia y Relaciones con las Cortes y el de Interior; portavoz del último gobierno González y vicepresidente del de Rodríguez Zapatero; diputado por media España, Toledo, Madrid, Cantabria, Cádiz… en fin, una vida dedicada al servicio público que dicen los británicos.
Pues pese a tan espectacular rodaje se le han sublevado los enanos hasta hacerle decir Diego donde dijo Digo. En cuestión de veinticuatro horas el partido socialista ha pasado de preparar un Congreso para elegir nuevos órganos de mando hasta nadie sabe cómo se realizará tal denominación.
Como hombre maduro y sensato, Rubalcaba se guardaba un comodín en la manga cuando anunció el Congreso de Julio: las Primarias. Si el líder elegido diera la talla lo normal sería suprimir las primarias anunciadas para dos meses después. Y así lo dejó caer pasiegamente en el acto de contrición que entonó el lunes: asumo la responsabilidad del fracaso, abro un Congreso para que los delegados elijan un nuevo equipo de gobierno, y a este corresponderá convocar o no las primarias.
Implícitamente estaba dejando una clausula de salvaguardia: si el designado resultara una catástrofe siempre se le podría arrojar por la borda al cabo de dos meses en unas primarias con los votos de todos los militantes. Alguno de los enanos, y sobre todo una enana, se empeñaron en que las primerias fueran abiertas a todo el mundo; más madera para la pira en la que sacrificar al flamante secretario general elegido por los compromisarios, caso de que no llegara a dar la talla.
Es la hora de la renovación, abrirse, escuchar a la calle… curiosa petición ésta, la de escuchar a la calle. ¿Será que quienes tanto la propugnan no tienen nada propio que decir?
Pues en eso están los jóvenes turcos que de momento han impuesto su voluntad, o su interés, al resto de un partido quebrado por la tercera derrota electoral consecutiva. Tal vez una comisión gestora habría tenido las manos más libres, y firmes, para conducir el proceso dentro de los cauces previstos. Pero Rubalcaba no quiso perder el control y, preso de la incongruencia de asumir responsabilidades y anunciar su retirada pero seguir al frente del tinglado un par de meses más, carece de la fuerza necesaria para evitar un nuevo error Zapatero.
Explicaba Ortega ahora hace cosa de ochenta y cuatro años en El Sol que el título de su artículo “El error Berenguer” no era fruto de una errata; Berenguer no era el sujeto del error sino el objeto; es decir que el señor Berenguer no había cometido el error, sino quienes lo habían nombrado presidente del Consejo.
Algo así pasó aquí en el XXXV Congreso socialista, año 2.000, provocado por la dimisión de Joaquín Almunia tras otra derrota electoral, la mayoría absoluta de Aznar, y los delegados eligieron al joven Rodríguez Zapatero. Una promesa más que un personaje.
Y así pasó lo que pasó. Los nombres que más suenan ahora inducen a temer lo peor.