Albert Boadella ha puesto en escena una comedia muy seria. Ensayando Don Juan es un alegato inteligente, es decir, de ida y vuelta, contra el mal gusto, la zafiedad, el desprecio por las formas y la pérdida de valores que viene viviendo nuestra sociedad como la cosa más natural.
Centra la historia en el mundo del teatro; una pequeña compañía se apresta a brindar al público un Tenorio pasado por el tamiz de lo cutre, la falsa progresía, las Femen tan actuales tan primitivas, y demás signos de modernidad que asolan algunos escenarios. En este caso, una estrambótica directora pretende que no lleguen al público los versos de Zorrilla porque hay algo superior en qué fijarse: el machismo criminal del mítico personaje reducido a la dimensión de violador primitivo, macho ibérico que se encalabrina con los sones del pasodoble.
Pasodobles para un Tenorio que inspiró a Gluck, Mozart, Liszt o Richard Strauss, entre otros compositores a lo largo de tres siglos; gruñidos para confundir las letras de Tirso, Molière, Espronceda, Zorrilla, Goldoni, Pushkin, Mérimée, Byron, Bernard Shaw, Montherlant, Azorín, Torrente Ballester y tantos otros.
Albert Boadella, catalán hecho fuerte en Madrid, quizá escribió la obra pensando en el actor Arturo Fernández, galán eterno a sus ochenta y cuatro años, para dar la réplica a ese mundo del mal gusto que ha llegado a instalarse en teatros de ópera de todo el mundo, empezando por el Real o el Liceu de aquí. Porque una cosa es que la crisis imponga cierta austeridad en las puestas en escena y otra harto diferente ver a damas y caballeros vivir peripecias románticas o propias del barroco, disfrazados de internos en campo de exterminio nazi.
Muchas de las grandes creaciones teatrales y operísticas, mantienen perfectamente su valor sin necesidad de montajes a lo Visconti o Zeffirelli. Sólo requieren respeto a la letra y espíritu de sus creadores; basta con una puesta en escena limpia, neutra, que no dificulte la inteligencia del espectáculo. Porque de eso se trata, de espectáculo. Lo otro, el arte como instrumento fue propio de otros tiempos y sistemas hundidos como el Reichstag hitleriano, el macartismo o el muro Berlín
La provocación en el teatro es tan algo tan viejo como las tragedias griegas. Épater la bourgeoisie gritaron ebrios de absenta Baudelaire y otros en el París de finales del XIX. Golpear el estómago del espectador, dice hoy Calixto Bieto, director de escena burgalés afincado en Cataluña. Comentando uno de sus primeros montajes decía que La verbena de la Paloma de Bretón, 1894, “no era esa cosa folclórica que nos enseñó el franquismo durante cuarenta años” (sic). Y es que “Don Hilarión no era el simpático farmacéutico bonachón y bajito, sino un señor que cuidaba su posición económica de pequeñoburgués y que podía abusar de los proletarios”.
Más chusca aún es su visión del Don Carlo de Verdi, 1867, según la cual el príncipe don Carlos, hijo de Felipe II enamorado de su prometida Isabel de Valois que acaba siendo su madrastra, es una pobre víctima de los abusos de los curas en la escuela al que se aparece un Jesús coronado de espinas para castigarle a copiar cien veces en la pizarra “sólo Dios es grande”. Ni que decir tiene que acaba como buen terrorista volando por los aires la estación que lleva el nombre de su padre, como en el 11-M de 2004.
Y no menos creativo fue en Berlín con su mozartiano Rapto del Serrallo, 1782, donde prostitutas recorrían el escenario lleno de orines follando a cuatro patas; o Un Ballo in maschera, Verdi 1859, con el salón de la corte de Gustavo de Suecia transmutado en un inmenso retrete colectivo donde los conspiradores defecan leyendo el periódico mientras llega el Rey… En fin, golpeando el estómago.
Pues todo esto pasó por mi imaginación mientras la sala aplaudía a rabiar el final de la obra de Boadella/Fernández. Y también aquello que Ionesco dijo del arte y el teatro: Si es absolutamente necesario que sirvan para algo será para enseñar a la gente que hay actividades que no sirven para nada, y que es indispensable que las haya.
Si pueden…