“Me gusta que la victoria no sea absoluta porque eso facilitará la negociación”, dijo ayer el historiador peruano Antonio Zapata. Se refería al arbitraje producido por el Tribunal Internacional de la Haya sobre el diferendo entre Chile y Perú sobre su frontera común, establecida tras la Guerra del Pacífico que les enfrentó durante cuatro años, 1879/83. Hoy ambos países forman parte de la Alianza del Pacífico, junto a Colombia y México; la alternativa civilizatoria en aquel continente al eje bolivariano.
Efectivamente, la sentencia ha contentado a tirios y troyanos en la medida que ninguno se ha salido con la suya. Algo parecido se ha dicho sobre nuestra Constitución: su gran virtualidad es que a todos satisfizo sin que ninguno pueda apropiársela.
Pero en estos treinta y cinco años de vigencia, hecho insólito en nuestra historia, parecen desgastadas sus juntas de dilatación, esas ambigüedades que los constituyentes asumieron fiando al tiempo el encaje definitivo del puzle nacional. Diversas circunstancias han concurrido a su deterioro, pero el factor principal ha sido el nacionalismo, y más concretamente, el catalán cuya tensión permanente ha acabado por deformar letra y espíritu de la Constitución.
Al haberse montado en la ola secesionista tal como lo han hecho, sus actuales mandamases se han cerrado las puertas a cualquier salida válida para todos. Y es que por mucho que se empeñen nunca acabarán de sacudirse esa intransigencia cazurra tópica del carácter español.
Proponer acallarles con el federalismo no lleva a ningún sitio. Para los secesionistas nunca nada será suficiente. Además, reabrir en estas circunstancias el melón constitucional cuando no existe el horizonte mítico capaz de aglutinar voluntades, como la libertad y la democracia lo fueron en los años 70, sería insensato.
Lo que procede es restaurar los desperfectos, y hacer respetar las leyes dejando en evidencia simplezas como que el voto es la democracia.
«Al redactar nuestras reglas de convivencia decidimos que determinadas materias, como los derechos y los principios, necesitaban un blindaje especial, por eso la nuestra es una democracia constitucional«, dijo bien Rajoy en Barcelona este fin de semana. Y concretó que «el futuro de España no se puede decidir en una votación parcial de un territorio, tienen derecho a decidir todos los españoles porque todos hemos votado la misma constitución que así lo establece«.
Y, sobre todo, que los derechos son de las personas libres, no de los territorios. Cuando estos moisés de vía estrecha caigan en cuenta de que los ocho millones de residentes en Cataluña tienen muchas más voces que la suya, y que los cuarenta millones más residentes en el resto del país se consideran tan catalanes como Tarradellas, por poner un nombre, comenzarán a salirnos las cuentas.
Eso sí, ni unos ni otros podremos hablar de victoria, que esto no es como el fin de ETA, pero podremos llegar a convivir a gusto.