Define la RAE como pauta “el instrumento o aparato para rayar el papel blanco, a fin de que al escribir no se tuerzan los renglones”. Eso ha sido la Constitución que tal día como el de hoy, un 27 de diciembre, el Rey sancionó tras ser refrendada por los españoles el 6 de diciembre anterior. Adolfo Suárez, presidente del Gobierno ordenó su publicación en el Boletín Oficial del Estado el día 29 de diciembre.
Desde hace justamente treinta y cinco años ciudadanos, gobiernos e instituciones han escrito una historia de convivencia razonable no exenta de borrones y renglones torcidos. Cosas de la vida real.
Dicen algunos que la Constitución ha quedado chica, lista para su reforma. Y citan situaciones perfectamente solubles mediante meras interpretaciones del Constitucional o por Ley, caso del conflicto entre la no discriminación por razón de sexo, art. 14, y la discriminación en la sucesión a la Corona latente en el art. 57, que al mismo tiempo brinda la solución –“…cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverán por una ley orgánica”-. Pero esa, y otras cuestiones sobrevenidas en estos años, como la composición de las parejas, son de tono menor frente al desafuero planteado por nacionalistas catalanes y que tratan los socialistas de encauzar con la salida federal en vez de hacer frente al problema de fondo: la ruptura del pacto por la democracia.
Éste es el problema radical al que hoy se enfrenta el Estado, la quiebra de la lealtad al compromiso libremente asumido en el proceso constituyente, y que nacionalistas catalanes y comunistas ratificaron en las urnas. Estos últimos han perdido por el camino a los dirigentes que hicieron posible el consenso, además de su propia identidad. Pero de los nacionalistas catalanes y vascos casi todos sus antiguos líderes siguen hoy desde la retaguardia las maniobras con que sus sucesores destejen la malla que tan activamente contribuyeron a tejer.
Cuando hace ahora treinta y cinco años los constituyentes ofrecieron su trabajo al pueblo español sabían dos cosas: que a pocos iba a satisfacer plenamente, pero que una inmensa mayoría iba a sentirse cómoda porque habían logrado fijar los puntos de equilibrio oportunos. En aquel año y medio no buscaron atajos ni parches, trataron de abrir un camino duradero para la convivencia nacional en libertad; todos, centristas y socialistas, comunistas y conservadores, nacionalistas vascos y catalanes.
Hoy, por constructivo que pueda ser el ánimo de algunos reformadores, sus afanes no llegan tan alto, y tampoco su alcance. Muchos españoles sienten que, más allá de la crisis, muchas cosas se han puesto en peligro por políticas sin sentido y por políticos sin vergüenza. Las encuestas revelan que aspiran a una regeneración de valores cívicos, a una democracia transparente. No aprecian ninguna imperiosa necesidad de cambiar la nomenclatura del sistema porque, más que de la arquitectura institucional, el deterioro de la política parte de sus propios agentes, partidos y sindicatos fundamentalmente. Cambiar las leyes electorales o despolitizar nombramientos de altas instituciones jurisdiccionales son reformas necesarias para salvaguardar el sistema que no requieren abrir un nuevo proceso constituyente para el que no existe el clima necesario.
Cubrir esas demandas sin abrir nuevos frentes de tensión sería el mejor servicio posible al futuro del país. Cada tiempo tiene sus afanes; la paz era el gran valor hace treinta y cinco años cuando una cuarta parte de aquella sociedad aún había vivido la guerra civil; en uno y otro lado aún resonaba el eco de aquellas palabras de Azaña en Barcelona, 1938, Paz, Piedad, Perdón. La de hoy persigue otros valores más domésticos, comenzando por la honradez. Y el bien hacer; que cada solución no abra un nuevo problema. Y hoy los problemas están en el juego de las responsabilidades políticas, no en su reglamento.
Durante treinta y cinco años la Constitución del 78 ha servido de referencia obligada a los gobiernos que se han turnado en este tiempo, 14 años de centro derecha y 22 de centro izquierda. Más allá de errores y aciertos, y del deterioro de la clase política que ese turnismo ha acabado lamentablemente generando, el hecho es que en este país abierto a la gresca cuando se siente desasistido se han relevado sin dificultad las dos grandes formaciones de ámbito nacional. Es una de las grandes aportaciones del realismo con que aquel proceso constituyente abrió el cauce a las aspiraciones de una sociedad de clases medias y más progresista que conservadora.
La concordia nacional puede verse seriamente alterada por la estulticia de unos aprendices de brujo incapaces de domeñar la tormenta que han desencadenado. El proceso abierto por los secesionistas sólo tiene una salida: la vía constitucional. Fuera de ella y sin reponer los destrozos no hay diálogo posible. Pídalo quien lo pida.