Medio mundo está a la espera de la apuesta que mañana ponga sobre la mesa el presidente Obama. Aquí, en un Washington donde no para de llover sino es para recargar de agua las nubes, círculos políticos y económicos dan vueltas en torno a los mismos problemas que aquejan a la vieja Europa: qué hacer y cómo generar la confianza necesaria para salir del atolladero. La encuesta conocida hoy muestra índices de confianza en niveles similares a los alcanzados en 2008, los más bajos de la década.
Los 300.000 millones de dólares, trescientos billions en lenguaje americano, no dejan de asustar; a los republicanos porque no se creen que vayan a salir de recorte de gastos públicos, y a lo propios demócratas porque piensan lo contrario; que la cura de adelgazamiento puede llevarse por delante no sólo grasa sino parte de la magra masa muscular que este país estaba aumentando con las reformas que a trancas y barrancas, sanidad, trata de sacar esta administración.
Pero son un país, y eso les da una gran ventaja sobre nuestra situación. No necesitan los esfuerzos que Europa no termina de acometer para homogeneizar sus políticas supraestatales, como en nuestro caso. No tienen el problema de la insolidaridad entre sus Estados federados, ni los culturales derivados de historias diversas y en ocasiones enfrentadas hasta hace medio siglo, ni de los nacionalismos que hicieron saltar por los aires algún Estado centroeuropeo hace un cuarto de siglo.
Por no mentar las energías que consumen en países como el nuestro. Espectáculos como el del catalán o los etarras en los ayuntamientos vascos aquí serían ciencia ficción.