Es lo que tienen los parlamentos leídos, las intervenciones precocinadas: que no llevan a ninguna parte. Nuestro sistema, y no sólo el político, tiene demasiadas ataduras como para dejar pasar la luz; o la verdad, que suelen ir del brazo. Algo así ocurre también con nuestra lenta y pesada justicia, la del derecho escrito en códigos que el tiempo acaba anquilosando y cuya administración acaba siendo sobrepasada por una opinión pública dispuesta a ejecutar sentencias.
Ayer resultó patético el espectáculo de una oposición agitando lo que traía escrito sin tener en cuenta la intervención con que abrió el debate el presidente del Gobierno. Rajoy echó mano de un principio bastante común desde hace muchos siglos, desde que un filósofo británico, y franciscano, explicaba que “en igualdad de condiciones la explicación más sencilla suele ser la correcta”.
Y lo más sencillo es que el golfo que acumuló en Suiza cuarenta y ocho millones, ocho mil millones de las antiguas pesetas con que comenzó sus correrías, trate de zafarse de la Justicia, de la Hacienda y del rechazo social, sin demasiados prejuicios éticos, amparado por la mentira, derecho de defensa que la Constitución le concede. Y que cuanto diga merezca tanto crédito como respeto merece cuanto hizo.
Rajoy confesó su culpa: me equivoqué; cometí el error de creer a un falso inocente pero no el delito de encubrir a un presunto culpable. Y negó las imputaciones de Bárcenas.
Podría haber hecho lo contrario, aceptarlas, y las intervenciones de sus oponentes habrían sido las mismas. Es lo que pasa cuando los papeles precocinados impiden oír lo que realmente pasa.