El sentido del ridículo es el último recurso de la inteligencia para salvaguardar la dignidad humana. Sin él, todo se torna absurdo, simiesco. Y lamentable, de manera singular en el mundo político. Otros sentidos, como el de la orientación, pueden perderse en circunstancias extremas; es el caso del choque con una realidad tan dura como el puño de boxeador que sumerge en el k.o. al púgil sorprendido. Su pérdida se llega a comprender, se disculpa incluso. Y otro hay, el sentido común, que no a todo el mundo adorna, en contra de lo que su denominación sugiere.
Las carencias del sentido común son tan visibles entre los cuadros dirigentes de partidos y demás tipos de agrupaciones que no suele constituir objeto de reproche por parte de una sociedad que lo postergó hace tiempo por falta de sex appeal. Que dos más dos sean cuatro acaba resultando francamente aburrido; pero si definimos que su suma se sitúa en la órbita del cuatro, o de la raíz cuadrada de dieciséis, pudiera tener mayor encanto. Tal vez cuestión de novedad.
En el empeño por mostrar otro talante hay políticos que se dan de bruces con la tozuda realidad de que dos veces dos es cuatro y sólo cuatro; que en la construcción europea pesan más los intereses nacionales que los mitos, como ha venido ocurriendo desde Julio César hasta Napoleón; que los terroristas sólo dejarán de serlo por haber alcanzado sus objetivos o por la derrota total a cargo de un Estado que respeta los derechos en tanto que se hace respetar, y viceversa. Y que las fuerzas armadas no son una ONG para disfrutar con el buen rollito intercultural en tierras extrañas.
En el choque con realidades tan simples como sorprendentes cuando el sentido común escasea, algunos políticos llegan a no saber dónde están ni hacia dónde ir. Se enrocan, ponen cara de circunstancias y engolan hasta el entrecejo. De ahí a perder el sentido del ridículo media sólo un paso.
De las tinieblas del k.o. no se vuelve a la realidad cabalgando sobre el engaño y a la mentira, armas políticas que dejan al desnudo el desprecio por los ciudadanos; también por la propia dignidad personal de quien las utiliza. Tanta desfachatez, la última desde Bruselas, al término de la cumbre europea del pasado fin de semana, revela la pérdida del último sentido, el del ridículo. Adornarse con plumas ajenas, sean de Aznar o de los mellizos polacos, que poco importa al caso, resulta patético en un presidente de Gobierno.
Pero su palafrenero en el partido ha venido a demostrar con generosidad que los límites del ridículo están aún por definir. Después de poner el gobierno balear en manos de mercaderes irresponsables, ya han pedido la independencia de las islas, echó en saco roto la consigna de silencio por él mismo impuesta para no responder por el mayor escándalo, tras el GAL, provocado por un Gobierno español. Del “¿es que a usted le merecen más credibilidad los terroristas que el Gobierno?” pasó con la mayor naturalidad a esgrimir las últimas revelaciones de ETA sobre sus cinco años de secretas negociaciones con los socialistas sentenciando que ahí estaba la mejor prueba de que no hicieron concesiones a los terroristas.
Ahí, precisamente ahí; donde se levanta acta de los términos en que el presidente se pronunciará ante cualquier eventualidad, de la necesidad de convocar al líder de la oposición para comprometerle en “el proceso”… y hasta de cuántas candidaturas de ANV llegarán sin problema hasta las mesas electorales. ¿De qué prueba estaría hablando?
Don José es usted un monstruo, que dirían allá abajo, donde tienen ustedes la despensa de votos que les da de comer. Lástima que haya ciudadanos que leen periódicos y saben de lo que usted no cuenta en sus pregones televisados.