Este recordatorio dedicado al saliente presidente de Francia arranca desde un año atrás, cuando en Viena fracasaba la cuarta cumbre euro latinoamericana. Ni americanos ni europeos habían llegado a la cita en condiciones de defender intereses o puntos de vista medianamente articulados.
De un lado, los países del centro y sur de América vivían tensiones internas de gran calado. La antiglobalización hecha carne en el eje populista-indigenista-comunista de Chávez, Morales y Castro trataba de hacer metástasis por el resto del continente con la ayuda, más que impagable puntualmente recompensada, de “Le Monde Diplomatique”. Pese a esta y a los petrodólares venezolanos, las elecciones presidenciales siguientes en Perú, Colombia y México pusieron cerco al tumor.
En la otra orilla del Atlántico, o sea aquí, la mayoría de miembros de la Unión Europea no se sentía concernida por lo que pasaba en el continente americano. Es más, algunos se regocijan indisimuladamente de cada traspiés que la metrópoli del antiguo imperio, nosotros, pueda sufrir en aquellas tierras, en las que no supieron ni pudieron abrirse paso y que hoy representan para España lo que en el Reino Unido la Commonwealth, o para Alemania los países emancipados de la dictadura soviética.
España pudo haber cambiado el sentido de aquella cumbre intercontinental, pero desde la presidencia del Gobierno hasta los servicios de información los medios estatales llevan tiempo dedicados a otros menesteres.
Aquí, la información de lo que pasa en el mundo sigue siendo un lujo que se satisface en libros o medios extranjeros. No es extraño que nuestra sociedad no alcance a valorar el sentido de la presencia española en aquel mundo que nos gusta llamar Hispanoamérica pero que el resto ha bautizado como Latinoamérica. Como tampoco supo calibrar las simplezas con que, hace tres años y pico, el entonces candidato presidencial ZP presentó su alternativa. Para la política internacional acuñó aquello de “volver a Europa”.
Nadie sabe si hemos vuelto ni a dónde, pero en cualquier caso Europa no es la misma de entonces tras las elecciones en el eje franco alemán.
Aquella brillante ocurrencia de volver a donde nunca nos fuimos sólo sirvió para sembrar dudas sobre la fiabilidad de nuestra política exterior, además de conseguir el desprecio de “la gran potencia”, como Putin y los chinos llaman a los Estados Unidos sin hacer reparos en la torpeza de su líder actual.
En esas estábamos, haciendo amigos y entretenidos con los estatutos de las naciones chicas que nos salen por doquier, cuando el presidente aymará de Bolivia comenzó a sacudirse de encima la legalidad allí vigente, y antes de volar a la capital austriaca aprovechó el 1º de mayo para expropiar a españoles y brasileños las concesiones de hidrocarburos que venían explotando; y a sus propios conciudadanos, por cierto, las acciones garantes del futuro de sus pensiones.
Ya en suelo europeo y en rueda de prensa, que no haya secretos, reclamó al presidente del Gobierno español que cumpliera lo que le prometió: cancelar la deuda y duplicar la ayuda a Bolivia.
Y allí fue, veinticuatro horas después, en la propia Viena, donde este insólito personaje nutrido por Chávez fue solemnemente felicitado por uno de los presidentes presentes en la cumbre: “Evo, estás devolviendo el honor a tu pueblo; felicidades, ya era hora. Después de quinientos años un presidente indígena decide devolver el honor a su pueblo; bien hecho. No hagas caso de la prensa”.
Quien así se habló no era un colega indigenista, ni populista, tampoco socialista, ni comunista, que alguno queda de entre las ruinas del imperio soviético. No; era un llamado conservador: el engolado presidente de la República Francesa.
El que estrenó su primer mandato, doce años ha, explosionando seis bombas atómicas en los atolones de la Polinesia francesa. El alcalde de París durante 18 años que más sumarios judiciales acumuló por indicios de corrupción -empleos ficticios, financiación ilegal del partido, adjudicaciones irregulares de viviendas, viajes privados con dinero público-; de todos se ha librado por la irresponsabilidad penal con que la constitución blinda a sus presidentes. El derechista francés que en las elecciones presidenciales del 81 pidió el voto para el socialista Mitterrand, en contra su propio presidente Giscard.
Era el “doctor Chirac”, como él mismo pidió al palestino Arafat que le llamara, y que no dudara hacerlo en caso de necesidad; el jefe de las tropas francesas que masacraron una muchedumbre de manifestantes en Costa de Marfil no hace siglos, sino ochocientos días; el primer amigo de los dictadores africanos y del oriente medio; el único asistente a los funerales del dictador sirio Hafez Asad; el autor de la sentencia “la democracia es un lujo para los africanos”; el primer ministro europeo que, mediada la década de los 70 puso a disposición del dictador iraquí S. Husseim su amistad personal -“te garantizo mi estima, consideración y afecto”- y un programa nuclear que traería sangrienta cola al cabo de los años..
En fin, Jacques Chirac, el presidente a quien parece importarle un bledo Bodin, Rousseau, el barón de Montesquieu y demás artífices del Estado de Derecho. Su saludo a Evo Morales revela la catadura de ese tipo de personajes que deslumbran a nuestros actuales gobernantes. Y, también, el grado de solidaridad al que pueden llegar los amigos europeos que ZP echaba en falta.
Naturalmente, mientras en La Moncloa alguien discurría entre dosier y dosier cómo duplicar ayudas y condonar deudas a quien metió mano en la cartera de españoles, en el Elíseo planeaban la consolidación en Bolivia de una base de operaciones para desembarcar en la región andina su petrolera nacional, su constructora nacional, su eléctrica nacional, en fin, la parafernalia societaria con la que nuestro vecino rico sigue manteniendo el control de las colonias que tuvo que liberar hace medio siglo.
“Francia no tiene amigos, sino intereses” dijo por entonces De Gaulle, un general que supo retirarse a tiempo, el orgulloso padre de la V República, maestro y primer jefe político de Chirac. Eran otros tiempos, las democracias se contaban con los dedos de las manos y se liquidaban los últimos restos coloniales. En aquella guerra fría, como en las calientes, todo servía para salir adelante: la insolidaridad e incluso la traición a los intereses comunes dentro del mismo bando. La Francia de De Gaulle hizo de ello un arte, minando las relaciones atlánticas y torpedeando la construcción europea con estériles disputas entre los pueblos y las naciones. No había amigos, sólo un interés: la “grandeur de la France”, que acabó poco menos que reducida a las treinta y cinco horas semanales.
Monsieur Chirac se apresta a salir de la escena; el personaje deja la nación aquejada de todos los síntomas de las esclerosis y, quizá, lamentando el triunfo de su ministro Sarkozy, ese nuevo Napoleón tan poco francés, y por eso tan rompedor, como el corso lo era. Con Segolène, soñó en más de una ocasión, seguramente habría merecido un mejor recuerdo por aquello de que “otra vendrá que bueno te hará”.