El caso del político valenciano recién expulsado del PP, su último partido, es un paradigma de cómo operan los políticos en nuestro país.
Miguel Blasco, más allá de los delitos que hoy y antes se le atribuyeron, es un personaje singular. Comenzó su andadura política en la izquierda más extrema; una extraña rama del comunismo soviético y maoísta a la vez, el PCE (ML) que tenía como referente a Julio Álvarez del Vayo, el comunista infiltrado en el partido socialista de los años 30 del pasado siglo. El hombre de Moscú siguió siéndolo toda su vida, dentro y luego fuera del PSOE; organizó el llamado Frente Español de Liberación Nacional y presidió el FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota). Entre 1971, año de su fundación en París, y 1978 el FRAP fue uno de los grupos terroristas más visibles aunque nunca estuvieran claros los fines de su estrategia.
Sus objetivos fueron las fuerzas del orden, tres muertes, y centros militares. Su presidente, instalado en Suiza, donde murió poco antes de hacerlo Franco, emitía tronitonantes mensajes pretendidamente desestabilizadores pero tan carentes de base real que acabó haciéndose sospechoso. Su anti imperialismo yankee y anti franquismo, unidos a un anti carrillismo radical ¿no serían disfraces de otros fines menos revolucionarios? De hecho el PSOE, que lo había expulsado de su seno pocos años después de terminar la guerra civil, lo volvió a acoger a título póstumo en el Congreso de hace cinco años, tras la segunda victoria electoral de Rodríguez Zapatero.
Bueno, pues por esos barrios anduvo Miguel Blasco hasta que en los primero años ochenta consiguió su entrada en el partido socialista. Llegar y besar el santo fue todo uno. El primer presidente de la Generalitat valenciana, el socialista Lerma, lo hizo Conseller. De Presidencia, nada menos; y luego de Obras Públicas y Urbanismo.
Salvo durante los cuatro años que tuvo que dejar la primera línea política acusado de lo que suelen ser acusados tantos responsables de obras y urbanismo en este país nuestro, y de lo que salió indemne por la anulación de pruebas, Blasco no se ha bajado del coche oficial. Tras aquel mal trago dejo el PSOE y fundó un partidillo, la típica convergencia, en este caso valenciana, que le sirvió para que ante unas elecciones, las de 1995, el candidato popular Zaplana lo acogiera en su seno, y en el de su partido. Cuatro años después era Conseller de Empleo, y en 2000, de Bienestar Social. Sin solución de continuidad, el siguiente presidente popular, Camps, le encarga de Territorio y Vivienda, luego de Sanidad, y por último de Solidaridad y Ciudadanía. Y aquí volvieron las imputaciones. Seis millones de euros despachados por su consejería para países y proyectos del tercer mundo parece que se quedaron por el camino; algunos, en la compra de locales en la misma Valencia.
El caso cooperación, o caso Blasco, abierto en 2011 y que ha supuesto unas cuantas detenciones, se tradujo en que la central madrileña de los populares, instó al nuevo presidente valenciano, Fabra, a no contar en su gobierno con Blasco. Pero eso sí, hasta su reciente expulsión ha sido portavoz popular en el parlamento regional
¿Qué se deduce de toda esta historia? En primer término, asco. Mientras haya sujetos que vivan la política como un tobogán por el que deslizarse sin más principios que el propio beneficio, y partidos dispuestos a comprar aventureros de tal calaña, la política nacional y sus actores serán objeto de desprecio ciudadano. Y demasiados casos están abiertos en canal cómo para poder adivinar cuándo ese desprecio se tornará en aprecio.