González, naturalmente; es lo que suelen tener los líderes, su nombre no necesita demasiado de los apellidos. Y Felipe González lo fue durante muchos años. Coincidió su etapa de poder con políticos de envergadura mayor: Thatcher, Reagan, Kohl y el mismo Juan Pablo II. Hoy no se lleva ese tipo de personalidades capaces de cambiar lo que se suponía dura realidad. Ellos lo cambiaron.
Con ocasión de la muerte de la premier británica se ha recordado bastante de lo que aquella conjunción planetaria alcanzó a remover, nada menos que el imperio del comunismo soviético. También se ha puesto de relieve la influencia de los anglosajones en la revolución conservadora, el llamado neoliberalismo, pecado original del que según muchos estamos pagando hoy sus consecuencias. En cualquier caso no esperaron a verlas venir, ninguno de ellos.
González tampoco. Para poder ganarse a la mayoría del país comenzó por ahormar el PSOE a los nuevos tiempos, pasando de Karl Marx. Clarividencia, por supuesto; pillería, también. Pensaba que ese sambenito a sus espaldas ofrecía demasiada ventaja a su rival. Cuando ni Carrillo presumía de marxista, ¿qué pintaban los socialistas manteniendo alzado aquel viejo pendón? Luego las cosas fueron como fueron y el final, doce años después, pudo haber sido más airoso, pero nadie dejará de reconocer su esfuerzo por modernizar la llamada izquierda del país.
Estando en la oposición tuvo enfrente a Adolfo, Suárez naturalmente, hecho de la misma madera. El hombre que hizo lo mismo en la otra orilla, el que ganó elecciones prometiendo que el país tendría una Constitución para todos, alcanzar un pacto social contra la crisis, la reforma fiscal para que paguen más quienes más tienen, y poner freno a las ambiciones y privilegios que pudieran poner en peligro una España para todos.
Como resulta obvio su liderazgo, como el de Felipe, se extendió más allá de los límites sociológicos supuestos a la derecha y a la izquierda; y así creció la fuerza que el espacio llamado de centro tiene desde entonces en la constitución de las mayorías gobernantes. Suárez tuvo la audacia de adelantarse a los acontecimientos, sorprendiéndolos durante el proceso constituyente. Y González tuvo el olfato de otear dónde estaba la gente después de tanto cambio hecho y reformas por hacer. Y levantó la bandera de poner España a funcionar.
Hoy no se lleva, y por eso suena a novedad que un personaje del mundo político, por retirado que esté, afirme que una crisis institucional nos puede lleva a la anarquía; o se pregunte si vamos a dejar que se vaya por el desagüe todo el esfuerzo de la Transición, o más a pié de tierra que reivindique la vinculación de salarios y productividad. Y sobre todo ¿por qué un niño ha de soportar presión a la puerta de su casa?
La cuestión es ¿se puede conducir exitosamente un proceso de reformas sin referentes claros, personales o sociales? En cualquier caso, la necesidad se hará virtud y acabarán saliendo de uno y otro lado los muñidores de los consensos precisos; ojalá más pronto que tarde.