El presidente reelecto ha dicho que gobernará de forma opuesta a como lo ha venido haciendo. Lástima que en cuatro años haya cultivado tantos motivos para la desconfianza. Siempre ha dicho lo que convenía en cada momento y circunstancia. ¿Cabe pensar que las urnas del domingo le hayan transmutado hasta perder esa inconsistencia suya tan propia de la veleta? Ojala.
Ya no necesita de Pactos del Tinell, ¿pero se resistirá en verdad a seguir echando de la cancha democrática a los diez millones y medio de votos populares? ¿Asumirá que el otro cuarenta por ciento de los españoles algo tiene que decir sobre la organización política y territorial del país; sobre la educación que dar a las generaciones siguientes; y también sobre las pautas éticas y culturales para una convivencia integradora de la nación?
Tampoco la casa de enfrente ofrece demasiadas certidumbres porque el problema no es sólo si serán conscientes de por qué han perdido. El gran mérito de su presidente radica en haber mantenido unidas las huestes; incluso le han crecido, pero ¡ay! no lo suficiente como para que la mayoría del país le confiara su gobierno hace tres días. ¿Por qué iba a hacerlo si en cuatro años no le brindó un solo motivo para la ilusión?
Rajoy ha resistido mal que bien demasiados vientos en contra. Los adversarios, los reconocidos, soplaban desde enfrente para tumbarle mientras otros, menos conocidos como adversarios, le espoleaban de lado y por la espalda con el fin de escorar la nave a estribor. No llegaron a hundirla, pero se han cargado a la tripulación. Son quienes cada mañana, y haciéndose pasar por amigos, descalifican sin límite, movilizan sin brújula y hasta dispensan visados de limpieza democrática.
Con la tripulación agotada y esas rémoras en torno es harto difícil que el gran partido liberal, necesario como alternativa real, concite la mayoría suficiente para gobernar hoy España.