Hace unos años, antes de que el gobierno español lograra el cerco internacional a la banda etarra, institucional, policial y económicamente, el común de los españoles solía sentir repugnancia cuando en un medio internacional los terroristas eran referidos con categorías disparatadas pero de consumo político aceptable, como independentistas vascos y demás. Incluso guerrilleros. Algún medio sigue en ello pero es, hoy por hoy, una excepción clamorosa.
Hace más años aún, los terroristas vascos contaban con refugio suficientemente seguro en Francia, cosa indignante que no podíamos entender. Al cabo de algún tiempo la cooperación fue abriéndose paso, como no podía ser de otra manera entre sociedades solidarias gobernadas democráticamente.
Eta fue manipulada por los agentes de la guerra fría, por ambos bandos, pero derribado el muro quedó a la intemperie de su propia locura. Y en ella sigue, buscando ocasionalmente apoyos en los puntos más débiles de la conciencia pública internacional, pero sin cosechar demasiados triunfos en ese terreno. Digamos que en el primer mundo no hay sitio para ellos.
No es el caso de las FARC, como demuestra el tratamiento que suelen recibir en parte de nuestros propios medios. Las televisiones hablan de la guerrilla colombiana, como hacen nuestras agencias con harta frecuencia, y algún diario llega a publicar, el pasado fin de semana sin ir más lejos, un extenso reportaje gráfico en el que narcoterroristas fusil de asalto en ristre hacen de las FARC una especie de banda de contrabandistas románticos, algo así como los de la Carmen de don Próspero Mérimée.
Este tema no cabe ser cubierto por el manto encantador del exotismo. Los narcoterroristas que operan en Colombia y vecinos, que han estado a punto de crear un conflicto armado en la zona, encuentran cobijo seguro en la selva de la propia Colombia, y al otro lado de las fronteras con Venezuela y Ecuador.