La gran mayoría de quienes se dedican a las cosas de la política cierto es que está libre de sospecha. En casi todos los partidos hay gentes decentes que, después de otras experiencias, han decidido echar unas peonadas en resolver o facilitar cuestiones que atañen a sus conciudadanos. Para otros la política es una profesión más en la que, una vez dentro, se disfruta de ciertas satisfacciones que no están al alcance del resto de conciudadanos. Y para los menos, un mundo de oportunidades que sólo los bobos pueden dejan pasar. Eso es lo que dan en pensar cuando la tentación les brinda la ocasión de apañar unos euros, conseguir una licencia, vacaciones en el mar o una segunda casa tal vez con nueva compañía incluida.
Por ser los menos, éstos son los que hacen noticia; lo grave de la situación es que los menos son ya tantos que deslumbran; lo de aquel refrán siciliano, Se tutti i cornuti portassero un lampione, misericordia, che illuminazione!.
El problema añadido es que siendo tantos, iluminados sobremanera los escenarios en que se mueven a diario los corrutos como diría Blanco, ¿qué hace el resto, quienes toman asiento en el escaño de al lado, en la mesa de enfrente, en el mismo salón de plenos municipales o de reuniones de la ejecutiva del partido; qué hacen para depurar la basura que les contamina? ¿Qué decir de los aplausos con que la mayoría PSOE-IU del parlamento andaluz cerró su investigación sobre los EREs en noviembre del pasado año?
Se quejan de que el personal se tome la parte por el todo y hable de la clase política como si de una reserva de apestados se tratara. Cómo no van a hacerlo al ver tanta connivencia, tanta cortina de humo, tantos equilibrios y charlatanería de trilero –¿dónde está, dónde el culpable, aquí, allá, en el partido de enfrente?-. Esa falsa solidaridad, esa defensa corporativa se transforma en algo demasiado parecido a la omertá mafiosa. Puede acabar convirtiéndose en una suerte de corrupción pasiva, tan lesiva para el sistema como la activa de los defraudadores, comisionistas de dineros públicos, prevaricadores, ladrones.
Mientras que cada esfera pública no depure por sí misma los sujetos y comportamientos indecentes el problema acabará echando raíces difíciles de extirpar. No es sólo trabajo de los jueces y fiscales. El mundo político tiene exigencias anteriores a las de la justicia, como la ejemplaridad, y mayores que las que regulan la vida privada.
El debate sobre cuándo debe retirarse de escena el imputado por un juez con el respaldo de la fiscalía será estéril mientras discurra sobre el derecho a la presunción de inocencia. Podrá ser inocente y así quedar justificado por la realidad de los hechos; o ser exonerado gracias a la nulidad del proceso; cualquier cosa le podrá pasar, salvo una: volver a nacer.
Al fin y al cabo, el mundo no termina en los despachos oficiales y demás ámbitos públicos; el común de los mortales trabaja en aquello para lo que se instruyó. O donde pueda.