No lo dude. Si le gustan las buenas historias, si añora otras formas de hacer política, un mundo mejor; si le aburren hasta morir las cadenas de televisión, pídales a los Reyes Magos la edición completa de “El ala oeste de la Casa Blanca”, The West Wing.
Durante siete años, veintidós capítulos por año, Aaron Sorkin y sus colaboradores han contado cómo funciona por dentro la Casa Blanca, esa mansión de aspecto colonial que en medio de la avenida Pensilvania de Washington aloja a la presidencia de la gran potencia.
En ciento cincuenta horas usted recorrerá los vericuetos de los ocho años de mandato de un presidente singular, demócrata, católico y economista con premio Nóbel incorporado. La última temporada se centra en todo lo que rodea a las elecciones que darán paso a otro presidente, demócrata también e hispano. No afroamericano, como Barry Obama, pero sí como éste rompedor de esquemas caracterizando el ascenso de una minoría racial.
En el Ala Oeste, sede de las oficinas ejecutivas de apoyo al presidente de turno, se concentran cuantos tópicos, inquietudes y conflictos puedan vivir el medio centenar de colaboradores directos del jefe de gabinete. Y sobre las peripecias sobrevuela ese aliento ético que usted y yo echamos tanto en falta cada semana.
No es casualidad que la serie en cuestión aquí nunca haya gozado de demasiadas facilidades para llegar al espectador; ni en estos cinco últimos años ni tampoco en los dos anteriores, cuando tras su estreno en la primera de la televisión nacional, pasada la media noche, fue despachada al segundo canal. Luego desapareció como el Guadiana por Ruidera, para reaparecer esporádicamente mal y tarde.
Aunque no fuera mas que por romper esa ley del silencio, pídase El Ala Oeste. Y verá que puede haber presidentes que no digan cursiladas como la de ZP ayer -“la frágil textura de las ilusiones humanas”-, candidatos que no mientan cada vez que hablen, o diputados capaces de mantener criterios propios porque representan a quienes les eligieron.