¿Hasta cuándo estaremos husmeando en lo peor de nuestra historia? Ahora le toca a Santiago Carrillo tragarse una buena ración de su propia medicina. El artículo de Paul Preston en el 5º número de Ebre 38 vuelve a poner sobre la mesa, o en el diván del psicoanalista mejor, Las matanzas de Paracuellos, que así se titula el escrito.
La publicación, de la Universidad de Barcelona, tiene en su cabecera los colores de la bandera republicana. Preston no es precisamente historiador amigo de franquistas. No hay mas que ver cómo le retratan en la web de la Fundación del Generalísimo; a él y a cuantos han trabajado sobre la época, salvo a Pío Moa, naturalmente. De hecho, el texto que pronto formará parte de “El holocausto español” y que estará en las librerías el próximo mes, detalla con precisión horrores similares perpetrados por el otro bando a su paso por el Sur. La cuestión es ¿por qué Carrillo o cualquier otro hijo de vecino tiene que tragarse tal marrón a estas alturas?
Contaré una vivencia personal.
Conocí a Santiago Carrillo, verano del 77, en la primera planta de la vicepresidencia del Gobierno, situda entonces en el nº 3 del Paseo de la Castellana, palacete que se hizo el marqués de Villamejor y posteriormente comprara el Infante don Carlos de Borbón Dos Sicilias, abuelo del rey Juan Carlos.
Estábamos gestando los Pactos de la Moncloa, operación clave de la Transición y en la que fue determinante el papel jugado por el entonces secretario general del Partido Comunista. En uno de los descansos para tomar café o lo que fuera menester, crucé mis primeras palabras con el hombre que siempre con un cigarrillo largo entre los dedos miraba todo con curiosidad, tanto los tapices flamencos como los retratos de presidentes del Consejo. Tras intercambiar presentaciones, se produjo un breve dialogo de este tenor:
– Hay que ver Ysart, quién me iba a decir a mi que un día íbamos a estar aquí hablando con el Gobierno para sacar esto adelante…
– Y a mí, que íbamos a darnos la mano cuarenta años despues de que mi abuelo fuera fusilado en Paracuellos…
– ¡Qué me dice!
– Nada, olvídese, ya pasó…, terminé tomándolo afectuosamente por un brazo.
Pocos días más tarde comenté lo sucedido con la hija de don Pedro Alcover, y mi madre reaccionó como yo esperaba, dejando correr el agua que nunca iba a volver. Don Pedro no era dirigente político, ni especialmente religioso; era una buena persona, como tantas otras aquí y allá.
Este revisitar la historia que ahora le ha caído encima a Carrillo, superviviente casi único de aquel “sin dios” de los años 30 y 40, sólo contribuye a vigorizar el cainismo, suerte de maldición bíblica que parece reservada a estos lares. Pocos pueblos nos ganan a guerras civiles, como pocos han tenido un Goya que lo retratara con tamaña fuerza y sentido. O un Mingote.
Váyanse pues a paseo y dejen a los niños mirar adelante sin rencores. Los abuelos muertos, muertos están aunque no sepamos dónde, como es mi caso. Las guerras son muerte, incluso las “intervenciónes” con permiso de la ONU, y nunca terminan el día del armisticio. Nunca. La nuestra ya va para 71 años, aunque Garzón no se lo crea.