En la Tercera de ABC he expuesto mi opinión sobre el reclamado consenso para salir de la crisis. En 1977 fueron fundamentales los Pactos de la Moncloa para afrontar la de entonces y elaborar la Constitución porque el sistema político estaba por hacer. Hoy, cuando son otras las circunstancias, en mi opinión el mejor consenso es el que la mayoría parlamentaria pueda alcanzar con la mayoría social del país.
Armar un consenso entre fuerzas políticas no es tarea sencilla, ni en situaciones críticas como las que vivimos. En el último medio siglo no se dieron circunstancias tan adversas como las que hoy atraviesa el país. Ni tampoco nunca gravitaron sobre él tantos intereses. Pero igual de cierto es que disponemos de experiencias y capacidades que nunca tuvimos, aunque los últimos años no hayan sido los mejores para la consolidación de una conciencia colectiva capaz de superar los efectos disolventes producidos por el experimentalismo de los últimos siete años.
Qué cabe esperar de las fuerzas políticas que representan a la sociedad es la gran cuestión que hoy se hace buena parte de los españoles y también en el resto de la Unión Europea. Porque la situación que sobrellevamos no es sólo nuestra; resulta ser una compleja función de intereses estratégicos y financieros internacionales, dado el peso de España en el contexto europeo. No somos dueños exclusivos de nuestro destino.
Los agentes políticos elegidos hace seis meses han seguido instalados en la dialéctica gobierno-oposición como si aquí no pasara nada. El Gobierno adopta decisiones y medidas que se suponen eficaces más por el hecho de que son tomadas por quienes pueden, ellos sabrán, que por las razones facilitadas. Y cada medida es descalificada automáticamente por la minoría parlamentaria con el mismo escaso nivel ilustrativo: es una barbaridad.
El hecho es que hasta el momento, medidas o barbaridades, han estado centradas en la reforma financiera, la limpieza del panorama bancario español, hoy tan vacío de prestigio como ayer era tachado de ejemplar. Dos tacadas ha consumido el intento de recuperar la confianza perdida en los mercados, la última de envergadura mayor incluida la nacionalización de la cuarta institución del sector. Quizá la metástasis de la crisis griega haya impedido a los mercados justipreciar el esfuerzo aquí hecho, pero en todo caso la confianza va más allá del estado de los balances de los grupos financieros; sus cimientos se hunden en el propio país, su sociedad y la capacidad de sus representantes para llevar a buen término las políticas comprometidas.
¿Es factible el ajuste fiscal sin el gran consenso? El desafío radica en el comportamiento de las administraciones públicas. El de la Administración Central no ofrece demasiadas dudas en cuanto a los gastos; las consecuencias electorales que cada recorte comporte no parecen preocupar demasiado al ejecutivo.
Pero aquí y en el resto de Europa hay escasa confianza en que el resto de las administraciones, la Local y la Autonómica, cumpla con la reciente Ley de Estabilidad Presupuestaria. El rechazo que le dispensó el primer partido de la oposición y las tentaciones de clientelismo que sufren los nacionalismos, arrojan sospechas sobre el cumplimiento final del compromiso asumido por el país ante la UE.
Positivo ha sido que en el Consejo de Política Fiscal y Financiera las comunidades se hayan comprometido, al margen de su color político, a cumplir los parámetros asignados. El Gobierno había allanado el camino cargando con la impopularidad de sus recortes en Sanidad y Educación. Y antes les adelantó dinero a cuenta, difiriendo diez años las devoluciones, al tiempo que facilitaba a todas las administraciones territoriales el pago a sus acreedores. Más allá de reivindicaciones públicas no ha dejado de existir una discreta capacidad mutua de interlocución.
Que se cumpla el ajuste fiscal será fundamental para recuperar los niveles de confianza imprescindibles y el papel español vuelva a ser atractivo. Sería el comienzo de una segunda fase, la del despegue, la inflexión en las curvas del paro, del producto nacional, la confianza de los consumidores, índices bursátiles, etc. Estaríamos al otro lado de la esquina, pero no sería suficiente.
El hecho de que los gobiernos autonómicos hayan asumido los ajustes, al menos formalmente, no resuelve la viabilidad del sistema, comprometida desde su nacimiento por costosas ineficiencias. Sería interesante saber, por ejemplo, si los nuevos impuestos o recortes de sueldos que han tenido que implementar algunas comunidades habrían sido necesarios de no haberse desbordado con duplicidades y desvaríos varios los cauces previstos por los constituyentes. No todo es achacable a la mala administración, a los afanes soberanistas, ni siquiera a la corrupción de algunos administradores; el despilfarro mayor radica en la mala construcción del sistema. Su revisión, la tercera gran reforma pendiente para la estabilidad del país, ¿puede acometerla en solitario la mayoría gobernante?
Tras la laboral y la del sector financiero queda por entrar en vías otra gran reforma estructural: la racionalización del Estado, las Autonomías. El Gobierno se mantuvo firme para conseguir la primera, imponiendo su mayoría después de un rosario de aparentes negociaciones sin final. La segunda ha venido arrastrada por las circunstancias. La tercera tiene un calibre especial.
El consenso goza hoy de buena prensa. Resuenan los pactos de la Moncloa y la elaboración de la Constitución; ambos hitos resolvieron problemas entonces perentorios y, sobre todo, recrearon un nuevo país que a trancas y barrancas hasta aquí ha llegado. Pero ni aquello fue tan sencillo ni los tiempos, personas y circunstancias son hoy los mismos. Hay factores comunes, crisis y reformas acuciantes, pero aquel país nuestro carecía entonces de la institucionalidad de una democracia. La falta de un sistema representativo consolidado hizo inevitable el recurso al consenso, encelar a los representantes de la flamante soberanía popular en la construcción de un futuro sobre bases lo más anchas posibles.
Para muchos, la naturaleza del desafío actual requiere un amplio consenso, al menos entre populares, socialistas y nacionalistas; el núcleo del parlamento. Pero a diferencia de lo ocurrido hace treinta y cinco años, el país cuenta ahora con un sistema establecido en el que los ciudadanos han dado plenos poderes a un partido para que se haga cargo de la situación.
No estamos ante una confrontación ideológica que resolver acercando posiciones, ni nos persigue el fantasma de una guerra civil. De lo que se trata, la vuelta a la realidad de las cosas en nuestros sistemas económico y autonómico, es cuestión de responsabilidad; para ponerlo en marcha y para asumir sus costes.
Esta tercera gran reforma encontrará resistencias inevitables en los nacionalismos, como la laboral y la fiscal las encontraron en el sindicalismo y la izquierda. Del extenso encuentro de los líderes de la mayoría y la oposición ha surgido una buena señal: la formación de una comisión conjunta para abordar la reforma de las administraciones, formalmente para eliminar duplicidades. Es el principio de un acuerdo útil para racionalizar el Estado. Su éxito dependerá de la disposición del partido socialista para absorber los costes políticos que a corto plazo pueda comportar la reordenación de competencias y demás puestas a punto del sistema administrativo. El riesgo está en la reacción de quienes hacen de la reivindicación identitaria su ser político, aunque finalmente acaten las leyes por imperativo legal.
Bienvenidos pues los últimos acuerdos, aunque no lleguen a constituir el gran consenso de otrora. Quizá el único consenso hoy factible sea el que el Gobierno alcance a establecer con la sociedad, convenciéndola de que sabe cómo salir de ésta y de que no vacilará en poner los medios necesarios. Para ello necesita gobernar inteligentemente, consciente de que ha de ganarse los apoyos sociales precisos para que el día a día no acabe borrando los rasgos de la foto fija del pasado 20-N. Esa es su responsabilidad, saber ejercer el poder de la mayoría.
Gran artículo, bien escrito, como podía ser de otra manera, en importante medio, sigo siendo macluhaniano, confío que el mensaje haya llegado al destinatario, otra cosa es que cómo lo haya procesado, por aquello del » mal de Moncloa», que no llega en la segunda Legislatura, ahí es locura total, desde el primer día afecta, por el número de aduladores que no dejan escuchar los ruidos de los canales externos, aunque sean amigos y preñados de análisis correctos y de superior nível a los «caseros» plenos de baba. En fin, no te canses de reiterar el mismo mensaje con ideas similares, que a los lectores nos parezcan nuevos.