Lo que estamos viviendo tiene el tufo de tantos desastres históricos, tipo caída del Imperio Romano. Abundan bárbaros por doquier; dentro y fuera de nuestras fronteras. Impresentables unos y otros, pendencieros; con el GPS averiado, van y vienen sin más sentido que el de las moscas cojoneras.
Claro que son una amenaza, sobre todo cuando se les excita; que se lo pregunten al argentino. Son gente primaria, generalmente de luces cortas aplicadas a iluminarse a sí mismos.
El fin de semana se dieron una fiesta en nuestro suelo especímenes de aquí y de allá, para festejar que tienen asediado el imperio de la razón construido durante un par de siglos sobre las ruinas de guerras provocadas por sus padres y maestros, en compañía de otros.
Otros que trabajan desde la banda opuesta con similar denuedo en cargarse el techado. Faltaban en aquel aquelarre antiliberal los espectros de la izquierda llamada extrema, y también los sandios de pelajes diversos que últimamente viene liderando nuestro ministro de los trenes y carreteras; él prendió la mecha que explosionó la cabeza del argentino.
Y en medio, millones de hombres, mujeres y niños asisten al drama, comedia, tragedia, o como queramos llamarlo, que escriben y protagonizan quienes viven a costa de ellos y presumen representarlos.
El cerco de líneas rojas y propaganda mendaz para perpetuarse en el mando aún no ha mellado la resistencia de los ciudadanos que pretenden seguir siéndolo. Ni siquiera la indigna cooperación de nuestros bárbaros interiores llega a desestabilizar el sentido común de la gente normal.
¡Qué vergüenza! Ojalá mañana no sintamos vergüenza por no haber hecho lo que debimos hacer por nuestros valores.