En su periódico, “El Sol”, Ortega y Gasset escribió durante la dictadura primorriverista, años 30 del pasado siglo: “La gran reforma española, la única eficiente será la que, al reformar el Estado, se proponga no tanto acicalarlo como reformar, merced a él, los usos y el carácter de la vida española.” La Monarquía de la Restauración dio paso a la II República, una guerra incivil, el Estado franquista… pero cincuenta años más tarde los problemas nacionales seguían siendo los mismos.
Ese fue para sus autores el gran reto de la Transición, plasmada políticamente en la Constitución del 78. Superarlo requirió el proceso de conciliación necesario para generar un tejido social capaz de expresar libre y responsablemente los diversos intereses, ideologías y formas de vida. Una operación a contracorriente del individualismo, rasgos anarquizantes del temperamento español y del soterrado cainismo que convierte las opiniones discrepantes en armas arrojadizas.
Por otra parte, el desarrollismo tecnocrático vivido en los últimos años de la autarquía propició los hábitos socioculturales de una sociedad acostumbrada durante décadas a vivir pasivamente sus responsabilidades. Un pacto tácito mantenía el régimen que proporcionaba desarrollo y seguridad a cambio de las libertades, una suerte de do ut des que acostumbró a una mayoría de españoles a que le dieran resueltos sus problemas; la política era cosa de los que mandaban.
Sobre aquellas bases no podía florecer una democracia; restablecerlas con la libertad, la solidaridad y la responsabilidad como principios ciudadanos fue obra de una inmensa mayoría de la nación, dirigida por Adolfo Suárez, un presidente de Gobierno que se empeño en hacer normal en la política nueva lo que en la calle ya era normal, porque la política no es un círculo cerrado, la cosa de unos cuantos.
Gobernó cinco años y medio. Cuando dejó lo que llaman el poder España había cambiado; los ciudadanos se hicieron cargo de su propio destino, tenían una Constitución capaz de albergar a todos los españoles, libres e iguales ante la Ley, comenzaron a contribuir con equidad a las necesidades del país, fuerzas políticas y organizaciones sociales, de empresarios y trabajadores comenzaban a vertebrar una sociedad moderna, y los primeros autogobiernos regionales configuraban un Estado descentralizado.
En 1982 nuestra democracia tenía los instrumentos necesarios para afrontar sus problemas ordinarios porque los fundamentales estaban satisfechos.
En marzo de 2024 aquella realidad se antoja como un dulce sueño, roto por una pesadilla amarga con los viejos demonios revividos. La política es hoy el círculo cerrado de camarillas, generalmente de baja estofa, que han convertido el servicio público en el puerto de arrebatacapas desde el que, entre denuestos y falsedades, se vende la Nación por cuatro años de empleo a costa de los españoles.
En el claustro de la Catedral de Ávila, hoy, diez años después de su muerte, Adolfo Suárez merece ser recordado y revivido el epitafio gravado en la lápida de su enterramiento junto a la esposa, doña Amparo Illana: “La concordia fue posible”.
A tres metros yace el expresidente de la República Española en el exilio, don Claudio Sánchez- Albornoz, historiador insigne y abulense que dos años antes de su fallecimiento pidió a Suárez recomendación para poder descansar en el mismo claustro.
Habrá que volver a intentarlo.