El Congreso ha dado el gran paso. El Reino de España no podía seguir así y, al fin, el poder político ha resuelto el enigma. Han sido meses de desesperanza tras la entronización de la Sra. Armengol y su pertinente transfiguración en tercera autoridad del Estado, que ríase usted de la operada hace siglos en el Monte Tabor. Meses han transcurrido, ocupados eso sí, en la instalación de pinganillos para que los insultos puedan hacerse oír con el acento propio de cada uno, o cada cual. Porque preciso es aprenderlos ya que no cabe día ni sesión sin el usual guirigay de denuestos, injurias y hasta calumnias ¿ya puestos, por qué no? Ese es el carburante que el recién creado ministerio para la transición tiene exigido para circular por la vida pública. Hacia dónde mudamos sólo ellos lo saben, pero si algo ya apunta es que el cambio en ciernes será sustancial. Cómo no va a serlo con tantos y tan cualificados aurúspices gubernamentales escudriñando pasados en aquellos tiempos mejores para tapar la basura cosechada en este presente de envilecimiento y degradación. Es la guerra, más madera, dicen sus principales desde la máquina sin control exhumando el legado marxista ante las dificultades. Y los peones cargan, descargan y recargan sus armas para descabezar la Comunidad de Madrid, el castillo famoso que al rey moro alivia el miedo, que escribía Moratín. Desde arriba y por abajo, todo vale para tirar sobre Ayuso, madrileña versión 2.0 de aquella infanta venerada en su tiempo como La Chata. Pero seguíamos en lo mismo sin que desde las alturas dieran el pistoletazo ordenando el gran paso pendiente. Por los aledaños entre los poderes ejecutivo y judicial las aguas se encharcaban sin que la UE ni la mismísima Providencia inspiraran vías de desagüe. Y el legislativo, destrozados los puentes entre sus riberas, convalidaba leyes y preceptos a merced de los humores, comisiones y precios marcados por minorías trabucaires. Las dos cámaras abrieron una nueva senda de confrontación como si no bastaran las ya existentes en su propio seno. La primera aportación de la amnistía a la pacificación y concordia de nuestra sociedad no parece cumplir con los fines vendidos por su autor, comprometido a otorgarla tras su derrota en las últimas elecciones, generales y en todas las demás. Anunciada como la gran obra de la legislatura y extendida hasta cubrir la depredación de los Pujol, la amnistía podrá pasar los trámites legislativos, incluso saltar el TC de Conde Pumpido y distraer en la UE a los sexadores del Estado de derecho, pero si, pese a todo el nuestro continúa siéndolo, el proceso terminará en aborto. Como lo planes y abalorios que el gobierno prometía, caducados antes de tiempo por la renuncia a presentar unos PGE cuya tramitación podría suponer perder la mayoría parlamentaria, la vergüenza y hasta el poder. ¡Jesús!
Y en medio de este estercolero, limpio el ambiente como queda descrito, unida la ciudadanía en pos de un horizonte común de libertad y progreso, superados acaloramientos y viejas rencillas, derruido el muro del sanchismo, poderes y contrapesos jugando sus funciones para ejemplo de muchos, despejadas incógnitas como las ocultas maquinaciones con la dictadura venezolana, el papel de Zapatero por aquí y por allá, el de Begoña por allá y por aquí, el regalo a Marruecos del Sahara con la consiguiente pérdida del papel en el resto de la cuenca sur mediterránea que rápidamente ha recogido la Italia de Meloni, en fin, que no ha habido, ni habrá mejor ocasión para dar el gran paso adelante que los cuarenta y ocho millones y medio de españoles anhelaban: cambiar el rótulo que corona el frontispicio de nuestra cámara baja legislativa. El Congreso de los Diputados a partir de ahora se quedará en Congreso. Trascendental triunfo de la mayoría parlamentaria del progreso bien entendido. Nada hay más progresista que mellar nuestra lengua y enmendar la Constitución con chorradas de este nivel.
Y llegados aquí, vuelvo a hacer mías las palabras con que el primer presidente de la primera república se despidió en junio de 1873 antes de tomar el tren hacia París: “Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros.”