Lo de la política penitenciaria aplicada a los etarras es la enésima chapuza perpetrada por el Gobierno al poner en marcha una decisión. Personalmente defiendo la autonomía del Ejecutivo para dictar las normas que tenga por adecuadas; para eso tiene el mandato de las urnas. Y, además, me parece bien lo que se trae entre manos; como también, que para adoptar lo que tenga por bueno no necesita permiso a nadie, sean víctimas, jueces o carceleros. Pero una cosa es su autonomía y otra obligar a la parroquia a continuos actos de fe.
La incapacidad del equipo a cargo del Estado para comunicarse con la sociedad raya en lo temerario. Entre las funciones que comporta su ejercicio figura la de informar a los ciudadanos del objetivo de sus medidas y de convencerlos de las bondades de las mismas. En situaciones de normalidad ese proceso se decanta en el dialogo y confrontación parlamentaria, pero no vivimos en la normalidad sino en la excepción. Precisamente por ello, porque los electores sintieron la necesidad de un Ejecutivo con el apoyo excepcional para poner en pie otras soluciones, depositó mayoritariamente sus votos en el partido que estaba en la oposición. O por pasiva, barrió de la escena a quienes fueron incapaces de resolver el problema durante los tres últimos años.
Está suficientemente claro que las circunstancias, cambiantes a peor durante algunos meses aún, obligan al equipo gubernamental a zigzaguear, quitar y poner, contradecir su programa inicial y hasta a rendirse a los dictados del exterior, como bien demuestran las contradicciones a propósito del techo del déficit o del IVA. Y parece que todo ello tuviera agobiado al Presidente, el hombre que habiéndose autorretratado como predecible se siente ahora a merced de las circunstancias, sin la varita mágica para transformar en seguridad tantas incertidumbres.
No debería caer en la melancolía. El reaccionar con diligencia ante las nuevas realidades está precisamente reforzando su perfil de hombre previsible. Como también el actuar decididamente sabiéndose apoyado por la mayoría. Pero ni una cosa ni otra le eximen de buscar las complicidades precisas para que el tránsito por el túnel se haga más llevadero sabiéndose cada cual embarcado en una aventura con sentido.
Eso sólo se alcanza buscando el consenso posible con los grupos significativos y explicando a los ciudadanos el fin y los medios de las políticas; con ello se aliviarían tensiones innecesarias. La última, la creada con las asociaciones de víctimas del terrorismo, que no son quién para dictar la política antiterrorista, ni siquiera la carcelaria, pero su penitencia sí amerita el hacerles sentirse acompañadas, comprendidas. A la postre en sus manos está buena parte del perdón aún no solicitado.