Mentira, es mentira lo de las dos Españas. De momento. La bonita imagen acuñada años ha por nuestros regeneracionistas simplifica la realidad en demasía. Sobre ella Sánchez está construyendo el relato de su presidencia. Para salvaguardar las esencias de la bienaventuranza progresista que acaudilla sin miramientos definió su Gobierno como un Muro de democracia, progreso y convivencia frente a las actitudes reaccionarias y retrógradas del Partido Popular y de Vox.
Un Muro, sí, con el fin de esterilizar a reaccionarios, conservadores, cristianodemócratas, liberales y cuantos demócratas sin bando circulan por las calles. Más allá de la intolerable maniobra que coarta la libertad y quebranta la igualdad entre españoles al dividirlos en categorías antagónicas, buenos y malos, todo en ella es fraudulento. Desde la naturaleza del Muro hasta el progresismo de sus socios.
Como es usual, a los quince días el Muro fue negado por su creador, desmintiéndose a sí mismo en una entrevista televisada desde la Moncloa. Con la misma facilidad con que se definía en su investidura como único Muro eficaz contra las políticas de la ultraderecha, negó haber mencionado la posibilidad de erigir ninguna barrera entre los ciudadanos.
Pero el pacto del Muro, calificado de acuerdo histórico por la vicepresidenta y socia de coalición, se levanta sobre arenas movedizas. La representante del delincuente expresidente del gobierno autónomo catalán ya ha apuntado que la estabilidad queda sujeta al cumplimiento de los acuerdos alcanzados, y el de la Esquerra Republicana añadió un rudo con nosotros no tiente la suerte.
¿Pero acaso alguien piensa seriamente que España es tal y como la ven los socios del Muro? La vicepresidenta, sí. Con su desparpajo y sonrisa tópica afirmó que sólo una España que se acepta a sí misma tal y como es puede afrontar todos sus retos. ¿Tal y como es? Por favor, dignidad: respetar al otro y hacerse respetar. Sin respetar al otro la democracia se convierte en tiranía y quien no sabe hacerse respetar pierde la dignidad.
Lo del Muro es una patraña para enmarañar la voracidad de poder de un personaje ayuno de principios y con la carencia de escrúpulos necesaria para engañar a unos y a otros con la habilidad de los timadores del viejo tocomocho. Mientras la imagen siga en pie los españoles terminaremos cayendo en el cainismo de infaustas efemérides pasadas.
La dinámica desencadenada por el sanchismo conduce a la polarización, a la discordia política. Frente a la concordia que impregna las páginas de nuestra Constitución, porque fue construida entre muchos a base de renuncias y con la vista puesta en los intereses generales, el Muro es el signo de la división. Y no hay ciudad ni casa que divididas contra sí misma se mantengan en pie.
Pero el Muro no es natural, no tiene más raíces que el chalaneo propio de aquel patio cervantino en el que ejercía el truhan de Monipodio. Hacerlo volar por los aires significaría la liberación de la inmensa mayoría de españoles, sometida a las presiones centrifugadoras que ejercen los radicalismos presentes en las márgenes izquierda y derecha de nuestro espectro político-social. Los diques de la libertad terminarán abriéndose a anchas avenidas cuando, con el dialogo como arma frente a la propaganda, la política pase del desprecio a la discusión, de la discusión al debate y de ahí a la negociación.
La centralidad, la convergencia hacia el dialogo, es la vía de salida del laberinto que tanto tiempo y energías nos ocupan sin provecho ni sentido. No será cosa fácil con los elementos en presencia, pero sí más valiosa y rentable que cualquier otro proyecto. Requiere despojarse de viejas y deshilachadas albardas que impiden la libre circulación de ideas, que cortocircuitan la transversalidad de nuevos emprendimientos.
Recuperar las relaciones propias entre los dos grandes partidos que consolidaron el llamado milagro español durante los primeros veinte años de democracia, es la clave de la apertura a un horizonte nuevo, abierto a un futuro de progreso solidario, de contrapoderes libres, de responsabilidad ética.
Naturalmente, una vez puestos en el sitio que les corresponde por su peso dentro del conjunto de la sociedad, los radicalismos se harán oír. Los sediciosos no podrán ver satisfechas las clausulas que firmaron con Sánchez, ni los comunistas a la violeta cobijados bajo las alas de Díaz, la compra de apoyos tirando del presupuesto como si no hubiera un mañana.
Al fin libre de cortapisas, la inmensa mayoría podría defender la pluralidad de ideas e intereses que albergan sus múltiples organizaciones. Y, una vez liberados de la sofocante presión de los radicalismos, volverían a ser posibles consensos básicos sobre cuestiones de interés nacional. Como la educación, las cuentas públicas, nuestra presencia en el mundo, nombramientos de altos cargos en empresas, el Banco de España o el propio Estado, caso de la Fiscalía General…
Ardua empresa ésta la de devolver a los españoles una España libre de muros y fosos, en la que los derechos de las minorías no constriñan a la mayoría en el ejercicio de sus funciones. Ardua, mas no imposible. Más difícil quizá fuera el cambio político realizado hace cerca de cincuenta años, y aquí estamos.
Un horizonte nuevo, abierto al libre ejercicio de la pluralidad bajo la bandera de la concordia constitucional. El Rey nos apeló directamente en su mensaje navideño: “evitar que nunca el germen de la discordia se instale entre nosotros es un deber moral que tenemos todos. Porque no nos lo podemos permitir.”
Sus palabras han sido el móvil de estas líneas.