La Constitución es la tabla de la ley de un pueblo que en poco menos de un lustro fue capaz de vivir y superar las tres revoluciones que forjaron la Europa contemporánea: la revolución religiosa, la revolución política y la revolución social.
Hace muchos años, cuarenta y dos, me lo explicaba así don Claudio Sánchez Albornoz, aún en su exilio bonaerense, sentados ambos en su saloncito de estar bajo un cuadro grande de San Miguel que tenía ya destinado a la catedral de Ávila, donde sus restos mortales acabaron reposando a pocos metros de los de Adolfo Suárez, el presidente de la Transición.
Se aprestaba a volver a su patria, aún no había pasado los tres primeros años de nuestra Constitución que le parecía poco menos que milagrosa. Entornando sus ojillos, apenas visibles tras lentes de infinitas dioptrías, se preguntaba ¿qué ocasión tuvieron los españoles para perder el talante áspero que heredamos de nuestros más remotos abuelos y que nuestra extraña historia había hecho perdurar?
Y me explicaba que no habíamos tenido ninguna revolución religiosa durante las guerras que la eclosión de la Reforma produjo en Europa. Se había mantenido la unidad católica no sólo por el Rey sino por temperamento nacional. Ni tuvimos ninguna revolución política grave. Los ingleses cortaron la cabeza al rey Carlos en el siglo XVII, y los franceses al rey Luis en el XVIII. Estas revoluciones llevaron un poco, o un mucho, a un ambiente de relativa tolerancia en aquellos dos pueblos, advertía al nieto de un amigo abulense de tiempos remotos.
El atraso económico, consecuencia de nuestra primera mitad del siglo XIX, había imposibilitado también lo que podríamos llamar revolución social: choques entre obreros y patronos que llevan después a una cierta vida de comunidad, con todas las asperezas y dificultades que los choques políticos y laborales determinan.
Una guerra civil, cuartelazos, la Gloriosa, la República, ¡cuatro presidentes en un año! Intolerancia, extremismos… Larga historia, pero si no hubiéramos sido así como éramos, no estaríamos ahora hablando castellano en esta casa…
Desde aquella larga conversación, cada día 6 de diciembre recuerdo estas palabras del autor de “España, un enigma histórico” y cerca de un centenar de ensayos más; del catedrático, académico y político. Fue ministro y embajador durante la II República, y hasta presidente del llamado gobierno de la República en el exilio durante diecinueve años, hasta 1972.
Últimamente lo hago con la sensación de presentir el ocaso de aquello que medio mundo llamó el milagro español. Quedó plasmado en la Constitución, nuestra Tabla de la Ley particular en la que nos reconocimos asumiendo valores como la convivencia, la solidaridad, el respeto a la ley; en fin, la normalidad de toda sociedad libremente responsable.
Durante decenios creímos tal vez tener expedito el camino hacia una nueva tierra prometida, liberados de viejos yerros seculares. No ha sido así. Por uno y por otro lado crecieron extremismos y la centralidad que gobernó hasta el golpe yihadista en nuestro suelo, Atocha 2011, sucumbió a la dinámica de rojos y fachas que hoy marca el paso de nuestro Gobierno.
Pero, como toda obra por muchos gravada sobra roca, resistirá las inclemencias de las modas y el paso del tiempo hasta que la centralidad se restablezca.