La democracia está hoy secuestrada por los mediocres al timón y el sectarismo de una legislación ideologizada. Desde la escuela se socavan las raíces del orgullo de pertenencia a una historia, a una patria que hace cuarenta y cinco años creyó haber enterrado en el sepulcro del Cid bajo siete llaves el dogmatismo, la soberbia, la insolidaridad, el cainismo, en fin, para abrir un nuevo horizonte de libertades y concordia. Pero el otoño parece haber llegado demasiado pronto.
Todo empezó con el asalto al partido. Aupado por la militancia y ante el asombro de los electores, el nuevo líder desmanteló los órganos de participación y control internos. Utilizó su triunfo en las primarias para disolver la estructura participativa que le había cerrado la puerta de la secretaria general cuando trató de franquearla trucando la elección. El episodio de la urna oculta tras el cortinaje es la radiografía del consciente del personaje. Hablamos de Pedro Sánchez Pérez-Castejón.
Como víctimas de un cortocircuito, se apagaron las corrientes que convivían en el PSOE. Y en 2017 nació el sanchismo, único, como el otro Movimiento que en 1937 levantó aquel caudillo sobre los partícipes en el llamado bando nacional. Pero hoy, hablando de partidos, la Constitución dicta que “su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos.”
Eliminada la capacidad de discrepancias en el seno del centenario partido socialista, Sánchez armó el llamado gobierno Frankenstein, extraña coalición con comunistas y otras minorías reaccionarias en su mayoría, para cimentar lo que las urnas le habían negado. Y así el Poder Legislativo quedó sometido a los designios de un Ejecutivo sin otro objetivo explicito que el de mantenerse en el banco azul y poder satisfacer los apoyos recibidos.
Paso a paso, el conjunto del Estado fue sometido al control y consiguiente secuestro de cuantas instituciones pudieran obstaculizar sus dictados, desde la fiscalía general hasta el Tribunal Constitucional, pasando por el órgano de gobierno del Poder Judicial; la misma receta que aplicó a su propio partido para eliminar barreras a su ambición.
Insólito atropello. Un secuestro de la democracia, del gobierno de una sociedad de hombres libres e iguales; del sistema que garantiza el poder de los ciudadanos gracias a los controles y contrapesos establecidos para equilibrar los poderes estatales desde finales del siglo XVIII.
En esas estamos. Que el parlamento sea poco más que un apéndice del gobierno no es un fenómeno infrecuente; es más, resulta habitual en los regímenes autocráticos, donde las cámaras juegan el papel de órgano aclamador a la autoridad. Aún no es nuestro caso, quizá no tanto por la falta de empeño presidencialista como por la inconsistencia de un Ejecutivo acoplado sobre presiones y cesiones a minorías incongruentes que componen un extraño conjunto de números primos entre sí.
La ausencia de principios y valores comunes convierte su política en un grotesco espectáculo. Como lo es el hecho de designar como tercera autoridad del Estado a una socialista fracasada en su empeño de catalanizar la Comunidad Balear, que presidió sin haber ganado una sola elección y con alguna cuenta pendiente con la Justicia. Pero la extravagancia pagaba los socorros independentistas.
Los recelos y enfrentamientos comunes en el seno de la coalición de socialistas comunistas y populistas se reproducen amplificados en la mayoría que detentan en el Congreso, amalgamada por una mutua confianza en que el éxito coronará la demolición del sistema constitucional manejada sin el menor escrúpulo por el cabecilla del tropel.
La facilidad con que se ha saltado el procedimiento ordinario para legislar utilizando hasta en 138 ocasiones la figura del Decreto-ley, constitucionalmente prevista para casos “de extraordinaria y urgente necesidad”, es paralela a la que el designado presidente del Tribunal Constitucional ha exhibido tanto para desestimar recursos de la oposición como dar su aval a leyes del Gobierno. Inusitada diligencia la del llamado bloque de progreso creado a partir de la incorporación al órgano de garantías de dos altos cargos del gobierno socialista mientras se impide a la Judicatura cubrir las otras dos vacantes que le corresponden.
Con el Constitucional en la mano del Ejecutivo que controla el Congreso y tiene cercado el órgano de gobierno de la Justicia, la democracia queda poco menos que inerme ante los asaltos que seguirá sufriendo. Quizá el más grave ya ha sido anunciado por el propio aspirante a renovar su mandato gubernamental. La ley de amnistía negociada con los golpistas catalanes acabará en el TC, anunció en la primea ocasión que se refirió a “ella”.
Otros, son perpetrados por el propio Tribunal, como su reciente aval a la decisión gubernativa de prohibir al Poder Judicial hacer nombramientos discrecionales estando en funciones. Evitar que con su actual composición el CGPJ nombre jueces y magistrados independientes del Gobierno no parece la mejor vía para asegurar la autonomía de la Judicatura, pilar fundamental de todo Estado de Derecho.
Tampoco es fútil el cambio que viene de las mayorías exigidas por las leyes para determinados nombramientos. La propia Constitución establece la cualificada de tres quintos para la elección por el Congreso y Senado de los miembros correspondientes del CGPJ. La Ley Orgánica correspondiente lo ratificó en 1985, primer gobierno González. Hoy, la pretensión de reducir tal requisito a la mayoría simple denuncia un atentado más contra los pilares del sistema.
Y así van pasando los días mientras por las esquinas de nuestra piel de toro despuntan viejos cantonalismos reaccionarios y las sombras de bloques irreductibles bailando al compás de un macabro “no es no”. Tal vez todo haya de ponerse peor para que el sistema se libere de la deriva iniciada por el anterior presidente socialista al tratar de imponer un cordón sanitario al otro partido capaz de forjar mayorías. Fracturar en dos bloques la gran mayoría constitucionalista presente en nuestra sociedad fue el principio del final que estamos viviendo; un atentado contra la convivencia del pueblo español perpetrado desde arriba por parte de su dirigencia.