Somos sujetos pasivos de la paranoia de un déspota incapaz de ponerse en la piel de los ciudadanos que sacrifica en el ara de su poder. La situación no está para bromas, como anunciar vacaciones en Marruecos de carácter estrictamente privado. Hay que tener una osadía sin límites para ciscarse de la nación entera desenterrando el escándalo de sus inexplicados tratos con el títere alauita de Biden.
El Rey se enfrenta a la espinosa situación de confiar el gobierno a un personaje que tras perder las elecciones recientes se alza sobre la razón sumando a su causa -el poder por el poder- escuálidas minorías convergentes en un mismo objetivo: destrozar el régimen constitucional.
La única razón que el déspota exhibe es una suma parlamentaria heterogénea cuyos miembros advierten que contará con sus apoyos siempre que ponga en sus manos el destornillador del sistema.
¿Se imaginan asistir a la ruptura de la convivencia asentada en la Constitución? Eso es, precisamente, lo que significaría una reedición del gobierno Frankenstein, que sigue haciendo de las suyas aun estando en funciones. Fue uno de los escasos argumentos con que castigaron a sus oponentes, ciertamente lastrados por manifestaciones, decisiones y estupideces sin cuenta ni cuento de los caudillitos de una extrema derecha racial.
Resulta patética la pelea de todo un partido que fue de gobierno con la Junta Electoral para husmear entre un montón de votos clasificados como nulos tras sufrir la pérdida de un voto que les distancia aún más de los registrados por los populares. ¿Realmente cifra en eso su capacidad de gobernar?
Parece como si le resultara indiferente tener frente a su precaria alianza en el Congreso una mayoría absoluta de los populares en el Senado. El déspota debe de estar pensando en acometer su obra a golpe de decreto-ley, como vino haciendo en la última legislatura; al fin y al cabo tiene confiado el Constitucional a un tal Conde Pumpido.
También parece ignorar que por centenares de asesores, funcionarios y ministerios que tenga a sus órdenes, buena parte del poder real ya no está en sus manos sino en las Autonomías que controlan los populares.
Tampoco las grandes capitales están para aplaudirle desde el salón de sus ayuntamientos; viejos tiempos en los que aquel caudillo se bañaba ante las cámaras de los noticiarios cinematográficos entre pacientes ciudadanos acarreados por el Movimiento, la clac del sistema como el mismo definió al partido único.
La clac del sistema. En eso ha convertido Sánchez Pérez-Castejón los restos del partido que coprotagonizó el proceso de concordia nacional abierto hace ya casi medio siglo. El medio siglo en que este país se ha incorporado definitivamente a la modernidad no merece como epitafio el fin de la concordia.
Y a eso conducirá el encastillamiento de uno de los líderes de los dos partidos que suman, ya no la mayoría sino más de dos tercios del Congreso; concretamente 258 escaños. Sería la fórmula áurea para que el resto, 92 de variopinta definición, permitiera encauzar la gobernanza del Estado por la senda constitucional. La Nación lo agradecería por muchos años.