Hoy publico en La Terecra de ABC el siguiente articulo:
Liberales
Hoy, la cultura dominante en la política española es socialdemócrata, y de ella se nutren programas, propuestas y discursos de las dos grandes organizaciones que han venido protagonizando el bipartidismo imperfecto que ha gobernado nuestra democracia con el auxilio ocasional de nacionalistas o extremismos utópicos. En ninguna de esas alianzas coyunturales estuvo presente el liberalismo. La realidad es que desaparecido don Salvador de Madariaga, precisamente en el año en que estrenamos Constitución, la agenda liberal apenas cuenta hoy con un par de nombres propios, y ambos importados; uno llegado de Perú y el otro de Argentina.
El liberal no es un espacio natural en nuestro panorama político. Intentos ha habido de cultivarlo, yo mismo participé en uno de ellos. El CDS se integró en la Internacional Liberal que presidia Lord Dahrendorf, extraordinario personaje, alemán y británico a la vez, que sintetizaba en tres los requisitos del orden liberal en una democracia: Estado de derecho, sociedad civil fuerte y prohibición de partidos extremistas.
Aquel ensayo, últimos años ochenta del pasado siglo, sabido es cómo acabó: a los cuatro años de su fundación el Centro Democrático y Social era la tercera fuerza parlamentaria con más de un millón novecientos mil votos; en 2005 su organización se integró en el PP, y los residuos terminaron en Ciudadanos nueve años más tarde.
La diputada Arrimadas, que lleva unos meses enfrascada en cómo mantener sobre el tablero los restos del partido que dirige, ha tenido la ocurrencia de afirmar su autonomía y redefinirlo como liberal. Cuando años antes, afirmaba que “hay que dejar los intereses de partido a un lado y velar los intereses de los ciudadanos. Si nos peleamos entre nosotros, no podremos sumar.” Reclamar su independencia como liberales es una forma como cualquier otra de entretenerse jugando solitarios sobre el tablero público.
La esencia y dimensión europea de España convive con rasgos propios de una original, por no decir extemporánea, personalidad política. Puestos a hablar de memorias históricas, tanto la Segunda República como el franquismo pusieron sus más firmes empeños en cultivar los principios de Igualdad y Justicia social mientras asolaban cualquier terreno fértil para el cultivo de la Libertad. Durante cuatro décadas y desde sus respectivos Ministerios de Trabajo, el socialista Largo Caballero cimentó los mismos derechos sociales que, sin solución de continuidad, Girón de Velasco consolidó durante el régimen franquista. Las siguientes cuatro décadas y media de democracia no han bastado para liberalizar la situación.
Quizá mereciera otras luces la sociedad en que nació la palabra “liberal”. Fue aquí, cuando un sector de españoles así se proclamó en las Cortes abiertas en Cádiz en 1812 para combatir con el arma de las ideas tanto a la ocupación napoleónica como a los restos del antiguo régimen. Y del dialogo entre aquellos liberales y los llamados serviles nació nuestra primera Constitución. Liberal era el partidario de la libertad, y el mundo hizo suyo el término sin perder el tiempo en traducciones. Hasta en ruso se pronuncia igual.
El liberalismo fue radical. No nació para servir de amortiguador entre adversarios, nunca tuvo voluntad de bisagra; su fuerza terminó permeando el sistema que hoy define las democracias apellidadas liberales. Bajo diversas denominaciones ha coprotagonizado durante décadas la vida de las naciones libres. El reconocimiento universal de sus principios básicos, derechos y libertades civiles, igualdad ante la ley, separación de poderes, sistema representativo, etc., son fundamento de las declaraciones de los derechos del hombre, y así se han materializado en las leyes y constituciones de las democracias.
Estos fundamentos liberales y los derechos sociales aportados desde el socialismo constituyen los dos polos de la dialéctica política que los sistemas representativos europeos han vivido durante más de un siglo, con dos guerras mundiales entre medias. Sólo cuando los partidos conservadores y socialistas no acertaron a representar los intereses y aspiraciones de la ciudadanía se abrió entre ambos el espacio que, bajo diversas apelaciones, ocuparon partidos frecuentemente autodefinidos como liberales.
Durante décadas ellos fueron el complemento necesario del bipartidismo gobernante en naciones de nuestro entorno, como el Reino Unido y Alemania. Pero su capacidad representativa ha ido decreciendo en la medida en que los dos grandes partidos convergieron hasta hacerse fronterizos. Entre liberalconservadores y socialdemócratas apenas quedan hoy espacios por cubrir.
Aquí y ahora la cuestión no reside en instalar en el centro del espectro político un partido destinado a favorecer la gobernación, concediendo su favor a diestra o siniestra. El escenario ha cambiado sustancialmente en estos años, y más que reequilibrar la balanza del poder se trata de restaurar reglas del juego básicas en cualquier sistema representativo, como la división de poderes. Sobre ellas pesa una seria amenaza desde que el sanchismo ha descubierto las virtualidades de las bisagras excéntricas. Son partidos y movimientos cuyos ejes gravitan en los bordes o al margen del sistema, que cobran sus votos a quien paga con lo que no dispone.
El desafío liberal está en reponer el juego político dentro de unas coordenadas aceptables para la mayoría de una sociedad que pretende vivir bajo el amparo del sentido común. O sea, de la normalidad, como recientemente demostró la sociedad andaluza.
Los últimos comicios están probando el castigo que en términos de escaños supone la división entre afines. La izquierda extrema es hoy el paradigma de cómo dilapidar lo que fue el común de sus intereses. Y también de la irresponsabilidad de sus dirigentes por la quiebra de la confianza mutua entre los sectores que la conforman.
En el centroderecha, el consejo del voto útil ha propiciado los triunfos de los populares en las últimas convocatorias regionales. Pero más allá de la conveniencia, consolidar esa posición requiere que el mundo liberalconservador se sienta reflejado en un nuevo marco de valores y libertades consecuencia de la confluencia de todas sus corrientes. La fuerza de una opción así estructurada podría traducirse en una mayoría capaz de producir la alternancia en el Gobierno. Así se pondría fin a la errática política vivida en los últimos cuatro años, reparar sus perjuicios y, sobre todo, alumbrar una nueva política abierta a todos bajo el signo de la concordia.