Las subvenciones son uno de los tres enemigos mortales de la democracia. Actúan como adormidera sobre el cuerpo social. Son el específico idóneo para eliminar el sentido de responsabilidad de los ciudadanos adormecidos al calor del dinero público; vaya, del dinero de los demás.
Es sorprendente la ola de protestas que ha levantado el anuncio de la puesta en revisión de las mil y una subvenciones que enmascaran los costes reales de la educación en nuestro país.
Sólo es un caso; dos días después el fenómeno se ha repetido tras el anuncio, éste formal, de lo propio en los transportes urbanos de la comunidad madrileña. En ambos, y otros tantos como han de venir, las consecuencias inmediatas son las mismas: elevación de las tasas hasta niveles cada vez más acordes con los costes de los servicios. Así cada cual acabará haciéndose idea de lo que vale un peine. Y con ello, de la razón del trabajo, de los impuestos, de la responsabilidad de los administradores, la responsabilidad del voto… en fin, de todo aquello que supone vivir en libertad.
Pero ¡ay!, una gran parte de nuestra ciudadanía sigue anclada en los hábitos inculcados por el franquismo; muy similares, ciertamente, a los que el comunismo impuso en media Europa. El sistema era el mismo: cesión de la soberanía individual, la libertad, a cambio de la protección estatal. Y el Estado proveía de todo, trabajo, transporte, educación, sanidad; toda una malla pública protectora para que no dejar espacio ni tiempo a la revisión de las cosas. Pero bastaron unas cuantas malas cosechas, el despilfarro de la carrera espacial primero y armamentística después, y el arraigo de algunas instituciones asociativas al margen del “papá estado”, como la Iglesia en la Polonia de Juan Pablo II, para que todo aquel tinglado estallara por los aires.
Aquí no estalló nada; aquel principio básico de la Transición, el cambio “de la legalidad a la legalidad”, supuso indudables ventajas pero también ha comportado un coste que hoy se manifiesta en toda su plenitud: la inercia de los viejos modos, las subvenciones, derechos adquiridos y demás rémoras de las que Merkel y compañeros de aquella Alemania se liberaron en unos pocos años.
No es hora de templar las gaitas, ímproba labor donde las haya, por cierto. Lo que al ministro Wert corresponde es hacer pedagogía sin dar medio paso atrás. Claro que no hay lógica que ampare las subvenciones a los llamados cursos “máster”; tan claro como que la enseñanza que el Estado considera obligatoria tiene que poder ser cursada íntegramente a sus expensas. Y en cuanto a las tasas universitarias, dependerá de cómo esté la despensa.
Lo que no tiene por dónde cogerse es la revolera causada por la reducción de subvenciones a las asociaciones de padres de alumnos. ¿Hay que subvencionar a los padres para que colaboren en la educación de sus propios hijos? Insólito.