Por si faltara una voz más, ahora ha sido Mario Vargas Llosa quien ha echado la última paletada de tierra sobre los restos mortales del partido de Arrimadas. El Nobel fue una de las estrellas rutilantes de aquel partido que fundó en Cataluña un grupo de ciudadanos conscientes del peligro que significaba la tribu que se había alzado con el poder local.
Con los colores liberales por bandera llamaron la atención de gentes de las principales ciudades del país, hartas del tancredismo con que populares y socialistas contemplaban lo que se venía encima. Buscaron un espacio en aquel bipartidismo, todo lo imperfecto que se quiera pero que permitía el funcionamiento del Estado sin asfixiar a la sociedad, y pensaron que entre el conservadurismo de unos y el socialismo de los otros quedaba un mercado, el del liberalismo, planta de difícil asentamiento en estos lares.
Al margen del factor humano, eso que puede hacer y deshacer todo cuando menos se espera, la realidad es que el diagnóstico partía de algún error capital. Los dos contendientes entre los que pretendían vivaquear estaban unidos por el espíritu socialdemócrata que, al cabo de los años y por el peso de la realidad, la derecha ha asumido y al que la izquierda se ha plegado. Y el fenómeno, lejos de abrir una vía entre ambos, lo que produjo fue el nacimiento de partidos por las periferias de unos y otros. Y ahí están Vox y los Podemos diversos, agitando los extremos del mapa político nacional.
La radicalización causada por este hecho ha cerrado ese espacio llamado Centro, cercenando de raíz las frágiles capacidades del partido que se quiso llamar liberal en una tierra que cuenta con los dedos de un par de manos a los liberales que ha producido a lo largo de la historia.
Por si todo lo anterior no bastara, el factor humano ha pesado sobremanera en el ocaso del proyecto que se autoproclamó liberal reformista. Sus dos presidentes, el fundador y la heredera, protagonizaron peripecias difíciles de comprender.
El primero ha pasado como culpable del gobierno Frankenstein por negar a Sánchez formar una coalición de gobierno. Pero otra es la realidad: pese a sumar PSOE y Ciudadanos mayoría absoluta Sánchez avisó a Rivera que quería a Iglesias en el Gobierno.
La segunda, después de ganar las elecciones al parlamento catalán, es decir, de recibir el mayor apoyo de aquella sociedad, no osó poner en valor el cheque que los catalanes le habían extendido. Y, para mayor inri, los dejó plantados viniéndose a Madrid.
Sic transit gloria mundi.