Váyanse ustedes a paseo, por decirlo suavemente. Porque donde me gustaría verlos es sumidos en el lodazal al que tantas paletadas de mierda llevan echando desde hace años. A ustedes, sí, ya saben a quienes me refiero; a los ministros, por ejemplo, que se subieron al cuento de un imbécil que ahora confiesa que ni hubo encapuchados ni le grabaron en el culo la palabra maricón. “Sí, me lo he inventado todo. Es mentira. No hay ninguna banda organizada en Madrid que se dedique a pegar palizas al colectivo LGTBI. Malasaña es un sitio seguro y siento el daño que he hecho a la reputación de mi barrio”.
Una tal Belarra, ministra por cierto, subió presta al campanario para llamar a manifestar en la Puerta del Sol el hartazgo de los madrileños ante la indiferencia del gobierno de la Comunidad ante la homofobia y demás. Y otro titular del equipo sanchista, exjuez para más inri, debió de sentirse tan concernido por el asunto que, una vez sabida la verdad, siguió dándole a la matraca culpando a “otras formaciones políticas” de generar odio. Marlaska, ministro de Interior, ver para creer.
Pero lo realmente importante, es qué hacer ante el enrocamiento de los dos llamados partidos de Estado ante la situación del órgano de gobierno de la Justicia.
El asunto no tiene fácil solución por razones varias; la fundamental, en mi opinión, es que uno de los dos, el socialista, no existe como tal; dejó de serlo desde que fue ocupado por Sánchez. Sobre el otro no constan datos tan concluyentes como los que certifican el proceder diario del sanchismo. Aunque, como comentó el Rey a la salida del acto de apertura del año judicial, “Lesmes os ha leído la cartilla a todos”
Ayer, el periódico de referencia para Mi Persona publicaba unas tan sorprendentes cono oportunas declaraciones de Pascual Sala. El antiguo presidente del CGPJ recordó a los actuales magistrados, y a la opinión pública, naturalmente, que hace años, ante una situación semejante, dimitieron 6 vocales para forzar el relevo pendiente del Consejo que, sin quorum, quedaba maniatado para hacer nombramientos y demás funciones propias de su ser.
Interesante cuestión, si no fuera porque ahora, y desde hace meses, el actual CGPJ está igualmente maniatado porque el sanchismo decretó su parálisis, sin duda como palanca de presión para forzar el relevo que no puede acometerse por el conducto parlamentario ordinario. Además, amenazó con legislar de urgencia para eliminar el carácter cualificado de las mayorías necesarias para los nombramientos, y poderlos cumplir con la mayoría simple que le prestan sus aliados.
Tengo para mí que la solución única es retrotraer la forma de renovación del Consejo a lo que la soberanía popular aprobó en su Constitución: “El Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión.”
Lo dice la Constitución: los Jueces y Magistrados eligen 12, y los 8 restantes, por el Congreso y Senado por mayoría de tres quintos. Más claro, agua.
Pero una Ley Orgánica del año 85, mayoría absoluta del primer gobierno socialista, puso en manos de las dos cámaras el nombramiento de los veinte vocales, secuestrando la libertad de elección atribuida a los Jueces. Tres años después, autocorrigieron tamaño atropello concediendo a las asociaciones profesionales de la judicatura la propuesta de hasta treinta y seis candidatos para que Congreso y Senado eligieran de entre ellos sus 12 representantes, además de los ocho que la Constitución les atribuye.
Se juega mucho más que el sesteo del doctor cum fraude en Moncloa, del coste de la luz, del paro y de la inflación; lo que está en juego es la supervivencia del control jurisdiccional sobre las acciones de un poder ejecutivo a golpes contra la Constitución. Es decir, el Estado de Derecho. O sea, la democracia.