Mal empieza la autoproclamada refundación del partido de Arrimadas. Definirse aquí como liberal progresista tiene un precedente no tan lejano y aún menos, exitoso.
Yo estuve allí, en el comité ejecutivo del CDS y llevado al Congreso de Diputados por más de los trescientos sesenta mil electores que conseguimos en Madrid. El Centro Democrático y Social, que así se denominaba, fue inscrito en la Internacional Liberal que, a partir de nuestra incorporación incluyó la denominación de Progresista. Y duró lo que duró.
Así se definía el CDS. Calificarse de liberal progresista en los años 80 podía tener un valor cultural en una sociedad política que estrenaba democracia. El papel de una bisagra en el centro del espectro político es precisamente ese: la puesta al día del liberalismo clásico, nacido de las revoluciones burguesas norteamericana y francesa, sumándole las exigencias de una ciudadanía progresivamente consciente de sus derechos.
Así, la defensa de la libertad individual se complementaba con la de la igualdad de oportunidades, derechos sociales, como la sanidad o el trabajo, que habría de garantizar una política de Estado volcada a la defensa de los intereses generales.
Pero desde entonces acá demasiada agua ha pasado bajo los puentes. El liberalismo progresista, o social liberalismo, hoy está asumido por los grandes partidos; es más, los partidos llegan a ser grandes cuando los votantes reconocen en ellos esos principios. Con esto no quiero salvar la excepción que el sanchismo representa en nuestro actual panorama político, pero el PSOE socialdemócrata, el que gobernó década y media nuestra democracia, terminará despojándose del desvarío cesarista que lo mantiene secuestrado.
Hace años el partido de Arrimadas cumplió su misión al demostrar en unas elecciones regionales que la mayoría de Cataluña no era independentista. Gran triunfo el de Ribera, hoy ausente, que Arrimadas arruinó no haciendo valer su liderazgo en las urnas, primer grupo en el Parlament, y posteriormente abandonando a cuantos en ellos confiaron. Su mutis y salida para Madrid está por explicarse.
Con esos precedentes, sumados a una política de bandazos sin tino, capaz de romper con unos y otros en lugar de sumar en un esfuerzo común, ¿cómo no van a salir de la parroquia la mayoría de sus propios fundadores, impulsores, militantes y electores? Lo que no suma, resta.
Gentes especializadas en apostar por caballos perdedores hay en el mundo académico, en el empresarial, incluso algún director de diarios de indudable interés. Pasó con el PRD, la llamada “operación Roca”, a la que el presidente de la CEOE prometió 16.000 millones de pesetas en las elecciones generales de 1986. Sus votantes no llegaron al uno por ciento, ciento noventa y cuatro mil en toda España.
Parece que está volviendo a pasar hoy y aquí. Lástima de tiempo y esfuerzos perdidos.