La crisis está abatiendo un sistema que se muestra incapacitado para hacer frente a las emergencias y resolver cuantas dificultades acosan a los ciudadanos. Las autonomías, en su estado actual, terminarán causando otra crisis más profunda: la constitucional.
El problema se agudiza cuando el Gobierno de la Nación acredita a diario, y éste lleva un año superándose, una incompetencia inhabilitante para el ejercicio de todas sus facultades.
La existencia de diecisiete administraciones con sus ejecutivos, poderes legislativos e incluso judiciales propios, está demostrando que es perentorio rearmar el sistema.
Ninguna reforma constitucional es precisa para restaurar el estado de las políticas de educación, sanidad, seguridad o penitenciaria. Bastaría con pasar el cepillo del sentido común sobre tanto polvo acumulado durante años por un proceso de transferencias realizado con el pretexto del desarrollo constitucional y, sobre todo, para poder gobernar la Nación con el apoyo de minorías localistas.
El principio del respeto a las minorías, que toda democracia garantiza, no puede servir para imponer a la mayoría servidumbres que desnaturalizan los respectivos pesos y responsabilidades.
Pero, sobre todo, el juego requiere lealtad por cada parte, un fair play que lamentablemente comenzaron por arrollar los nacionalismos irredentos en cuando enfrente vieron debilidades parlamentarias sobre las que desplegar una desvergonzada capacidad de chantaje.
El Estado, sus tres poderes, fue progresivamente desatendiendo las armas que la sociedad precisa ante cualquier tipo de crisis, tanto económicas y sanitarias, como las sociales, de convivencia o principios ciudadanos. Y así el país se convierte en eso que la RAE llama pandemonio: lugar en que hay mucho ruido y confusión.
A más a más, como diría un catalán, la situación se hace ingobernable si el Gobierno dedica su imaginación y presupuestos a distraer la opinión pública con artificios como los leguajes vehiculares en las escuelas, el gobierno de la comunidad madrileña, un estatuto para la Casa Real, o a subvertir el equilibrio constitucional atentando contra la Justicia, o con reyertas en su propio seno.
La última, todo un aquelarre a cargo del vicepresidente y gran descamisado nacional defendiendo a Puigdemont a costa del exilio político provocado por la guerra civil. No merece una línea de comentario. Es de tal bajeza ética y estética que trae a la memoria el título de aquella novela de Álvaro de la Iglesia, malísima por cierto, Dios le ampare, imbécil.