Con tres millones de votos populares de ventaja, la candidatura demócrata está ganando la presidencia, al menos por un voto; los 270 necesarios de los compromisarios ya estarían confirmados si su rival no estuviera entorpeciendo el proceso a golpe de impugnaciones. Y es que salir de la Casa Blanca puede costarle demasiado caro ante los tribunales. Cosas de la primera democracia del mundo. El sistema norteamericano es realmente extraordinario. Dos candidatos impresentables se han enfrentado para dirigir la política mundial, cosa que entra en las responsabilidades del presidente de los Estados Unidos.
Pese al cesto de votos conseguido, la reelección del showman neoyorkino ha fracasado no tanto por mérito de su oponente como porque más americanos han decidido que con cuatro años ya han tenido bastante. No ha ganado Biden, sino el partido demócrata, a pesar de su candidatura presidencial. Ahí están los votos populares y la encuesta en que los votantes pro demócratas confesaban que más que por su candidato votaban contra el otro.
Si extravagante es la encarnación en Trump del espíritu de “el gran viejo partido”, la incapacidad de los demócratas para presentar candidatos ganadores es lamentable. Lo de Hillary fue un error de libro. Lo del exvicepresidente de Obama ahora, inaudito.
Pero de la experiencia norteamericana cabe extraer alguna lección de interés sobre el papel de los partidos. La primera, que mantener los tinglados que aquí se estilan no tiene sentido. Ni político, ni económico.
Hoy no son cauce de ideas, de reflexiones sobre los intereses de sus representados, de búsqueda de horizontes. Son meras empresas de militantes, cada vez más ajenas al conjunto de sus votantes. Y desde la generalización de las elecciones primarias, hoy son el pasillo de los aplausos al líder que levantaron del suelo y a sueldo los mantiene.
Algo así como la claque. Esa fue la metáfora con que Franco explicó el papel del Movimiento Nacional a quien no terminaba de comprenderlo. Lo contó el propio don Antonio Garrigues y Díaz Cañabate a quien aquel Jefe del Estado había pedido un bosquejo de su última ley fundamental, la Orgánica de 1969. Garrigues, luego ministro de Justicia del primer gobierno tras la muerte del dictador, era entonces embajador de España ante la Santa Sede después de haber cubierto esa función en Washington durante la presidencia Kennedy.
Volviendo a lo de hoy, poner los partidos en manos de sus militantes es la vía segura hacia su radicalización. Políticamente no cumplen su función constitucional y, por si eso no fuera suficiente, son pozos sin fondo de gastos para mantener a todo un funcionariado improductivo. Y terminan siendo reductos cerrados a los mejores y ocupados por funcionarios que trepan por la cucaña del poder pisando a quienes les pudieran hacerles sombra.
La función de maquinaria electoral que les corresponde cabe ser cumplida sin los millares de nóminas y pérdidas de tiempo de tanta gente como aquí gastamos. Es lo que hacen en los Estados Unidos, y no tienen paro.
Y como un “otrosí” cabe señalar que las mentiras se acaban pagando. El NYT tiene contabilizadas veinte mil de Trump en cuatro años. Las de Sánchez están por sumar. Pero si al colega americano le han costado tan caras que ni el pleno empleo ha conseguido taparlas, imagínense lo que le puede suceder al nuestro.