Borrar ochenta años de la historia de una nación tal vez no sea tan imposible como pensamos. Al sanchismo y su cuadrilla bolivariana le han bastado nueve meses de trasteo para dejarse de cuentos, tomar el estoque y entrar a por todas.
Con cincuenta mil muertos encima y los vivos embozados por el miedo, la sociedad española no está para muchos trotes. Y el Estado, tampoco; con el Legislativo aherrojado y la Justicia acosada por una Fiscalía genuflexa ante quien la manda, el Ejecutivo se apresta a tomar el último bastión del sistema: la Corona.
¿Quién defiende al Rey?
Ochenta años, y uno más, son los pasados desde el final de aquella república que tras diversos golpes desembocó en una guerra. Superada la primera mitad con más penas que gloria, y a la que nadie quiere volver, los últimos cuarenta son el fruto de una concertación de voluntades como no conocieron generaciones anteriores.
De aquel crisol llamado consenso salió el sistema constitucional propio de una sociedad que quiere respirar en libertad, vivir mejor y trabajar en paz. Ni menos ni más que a lo que aspiran los ciudadanos que navegan por el mundo libre.
Pero aquí y ahora tenemos encomendado el gobernalle de la nave a una cuadrilla de aventureros pertrechados unos del adanismo propio de la idiocia, y otros de un dogmatismo leninista volcado a la deconstrucción del sistema. Justamente la peor coalición que cabe tener en un período de las crisis conexas que están afectando al mundo. Por eso aquí están dejando su huella más profunda.
En una nación tejida de sentimientos cruzados, caso de la nuestra, las instituciones acaban siendo anclajes fundamentales para resistir las tensiones, tanto las naturales como las inducidas por quienes sólo trabajan para un sector. En los nueve meses que llevan en el Gobierno ni una sola vez han tenido en cuenta al conjunto de los españoles.
Tras el embuste permanente, su acreditada incapacidad para la gestión de cualquier asunto y la usurpación de espacios y funciones ajenas a sus responsabilidades, esta versión castiza del sanchismo bolivariano parece aprestarse al asalto definitivo de la fortaleza constitucional. Sólo dos obstáculos se interponen en su camino: el Poder Judicial y la Corona. El primero, gracias a la negativa de la oposición popular a negociar su renovación, no ha sido tomado al asalto, aunque la Fiscalía se ocupe de impedir su trabajo.
Pero la Corona depende de sí misma y de la adhesión de los patriotas. Es piedra angular del sistema: “La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria.”, Y “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones…” Así lo aprobaron los españoles en 1978, y con ella hemos vivido la más dilatada y profunda experiencia de convivencia democrática.
Defender la institución, la Corona, es hoy una exigencia ciudadana. El Rey ha sido preterido, la pasada semana confinado, y acabará siendo objeto de cualquier forma de chantaje. Harta de tanta vesania sólo una gran mayoría social puede desbaratar la marcha de las falanges contra el último bastión constitucional, proclamando en alta voz “Viva el Rey de España”.