Ayer publiqué en La Tercera de ABC el artículo que reproduzco a continuación
El estado de la Nación
El primer problema político de España no son los presupuestos generales del Estado; es el estado de la convivencia nacional. En los nueve meses de la legislatura en curso la política se ha envilecido como nunca lo había hecho en cuarenta y cinco años. La democracia está hoy sujeta al interés espurio de un sujeto político que ha desnaturalizado un partido para acomodarlo a sus personales ensoñaciones.
Esto no ha sucedido en un partido minoritario, sin relevancia social; ésta es la situación en que se encuentra el PSOE, uno de los dos partidos que, con mayor o menor fortuna, han venido turnándose en el Gobierno durante los últimos años.
La pérdida de su capacidad para representar los intereses propios del sector de opinión que históricamente ha venido ejerciendo se ha traducido en una debilidad parlamentaria de la que ha pretendido salir escudándose tras los grupos más radicales del espectro nacional. Su asistencia le está resultando imposible de cohonestar con la defensa de los intereses generales de los españoles, a lo que como Gobierno de la Nación está obligado.
En un juego similar a la del malabarista con platillos chinos, quien lo preside va salvando el trance yendo de unos a otros al buen tuntún, mientras la realidad reclama el orden y concierto necesarios para resolver los problemas presentes que a todos atañen.
La convivencia entre españoles está aquejada por el solipsismo de un presidente, sólo yo existo, que le incapacita para ver más allá de su proyección personal. Y toda política se reduce a juegos de imágenes dirigidos a arruinar cuanto no llega a controlar. Por la senda emprendida, España podría llegar a ser, en la Europa del siglo XXI, una edición renovada de la Yugoslavia del pasado siglo. Tras guerras sin cuento, al cabo de quince años aquella república socialista se disolvió en seis Estados soberanos.
Ese es uno de los tajos que atentan hoy contra la normalidad democrática. Ignorarlos no conduce a nada; ampararlos es suicida; satisfacerlos, un atentado contra la Historia. ¿En cual de las tres categorías cabe incluir el anuncio de rebajar el delito de sedición para beneficio de los políticos catalanes confesos y condenados por tal delito? ¿Y cómo interpretar la petición presidencial de ser «empáticos y sensibles» con la «ruptura emocional» que vive una «parte de la sociedad catalana»?
Cuando un país sufre en mayor medida que sus homólogos los efectos de una crisis universal es que algo ha hecho peor que ningún otro. La secuela de empobrecimiento generalizado, los niveles de desempleo y el agotamiento de sectores estratégicos para la economía nacional constituyen un segundo tajo que quebranta la esencia de la convivencia.
La instrumentalización desde el Ejecutivo de los otros dos poderes, el Legislativo y el Judicial, básicos de todo Estado de Derecho, atenta contra las libertades y la igualdad ante la ley de todos los españoles. Esta es otra quiebra abierta en el estado de la Nación.
Los recientes escándalos de las cuentas y del fraude procesal descubierto que afectan al socio comunista de la coalición gubernamental no puede ser investigado en el Congreso; pero sí el que hace siete años afectó a los populares.
Y el cisco presente por el control del Consejo del Poder Judicial y del Supremo, una vez sometida la Fiscalía General a los deseos de quien alardeó de mandarla, revela la incapacidad generalizada para dotar a la balanza de la Justicia del equilibrio preciso para garantizar el imperio de la Ley. Si algo tan elemental no puede llegar a ser objeto de civilizada transacción, ¿por qué vía pretenden los soportes del gobierno social-comunista reformar la Constitución?
A tenor de los hechos conocidos cabría deducir que socavando sin descanso la clave del arco constitucional, la propia definición del Estado como monarquía parlamentaria. La lealtad prometida en las tomas de posesión de estos gobernantes ha durado menos que la flor del heno. Desde las altas representaciones que detentan, fementidos personajes siembran el juicio apodíctico de que la monarquía parlamentaria sólo interesa a los sectores más reaccionarios de la Nación. Así lo proclamó recientemente un vicepresidente de la coalición gubernamental sin que su presidente haya repuesto el destrozo.
La forma del Estado no es cuestión baladí, como tampoco lo son la fractura de la Nación, la catatónica situación de la economía, el atentado contra la división de poderes y la ocupación o anulación de los cauces de los que la opinión pública se sirve para controlar a sus gobernantes.
Con todo esto por delante cabe preguntarse si el primer problema de la Nación son los presupuestos generales del Estado. Claro que su aprobación es un problema, y más aún si en su definición se cierran las puertas a la oposición, acusándola de obstruccionista cuando no se le brinda opción real de participar; cuando el reclamo responde a una mera operación de imagen, brújula única de la presidencia.
Por la senda de la confrontación permanente, del unilateralismo, del recorte de libertades y de la remoción de los principios básicos de nuestra convivencia en libertad redescubriremos la tragedia de las dos Españas. Como si todos los españoles fuéramos tan imbéciles como quienes las armaron en anteriores ocasiones.
El estado de la Nación reclama un parón y marcha atrás de la correría acometida hace nueve meses, un resetear que abriría espacios a la normalidad democrática, a la reapertura del concierto de voluntades que fraguó la concordia.