Si la decisión real de salir de España para salvaguardar el valor de la Corona como institución básica de nuestro sistema parlamentario hubiera sido libre, ajena a presiones de la coalición gubernamental, estaríamos ante un nuevo servicio a la concordia nacional, como el que inspiró el alumbramiento de la democracia española hace cerca de medio siglo.
Pero hay razones abundantes para sospechar que quizá no todo sea como aparenta. Y como cargarse el sistema constitucional es uno de los pocos objetivos claros de Sánchez, Iglesias y otros, no es seguro que el paso dado por el Rey Juan Carlos I resuelva la crisis abierta por la conspiración montada por una fulana y un policía corrupto.
La prueba se ha producido en pocos minutos: el vicepresidente Iglesias, “indignado por la huida” dice que el Gobierno -su Gobierno- no puede mirar para otro lado.
Fuera de ello lo que fuere, la decisión de don Juan Carlos es congruente con su personalidad, con la exigencia de responsabilidad asumida a lo largo de su reinado. Primero, conduciendo la sociedad española hacia la democracia; cuando fue preciso, defendiendo la Constitución, y ahora tratando de salvaguardar la Corona de los errores incurridos en su vida privada.
Más allá de las presiones, don Juan Carlos habrá tenido presente aquel “Por España, todo por España”, que en mayo de 1977 le dijo su padre una vez convocadas las primeras elecciones democráticas.
Constatada la voluntad del entonces joven rey de abrir la senda de la democracia, el Conde de Barcelona renunció a sus derechos históricos como jefe de la Casa Real. Hoy, su hijo ha seguido el ejemplo al dejar libre el camino al Rey Felipe VI ante “la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada… para contribuir a facilitar el ejercicio de tus funciones, desde la tranquilidad y el sosiego que requiere tu alta responsabilidad”.
Todo ello podría cumplirse sin salir de España, ni siquiera de la que ha sido su residencia durante más de medio siglo, por mucho que incitaran los bolivarianos y demás oficiantes del revanchismo histórico. La salida será interpretada internacionalmente como una fuga, y se acompañará de una leyenda escandalosa dictada por la malevolencia de una querida despechada.
Ni los españoles, ni la Corona merecían un final así de quien ha sido “Rey de España durante casi cuarenta años y, durante todos ellos, siempre he querido lo mejor para España y para la Corona”.
Pero España y la Corona están a merced de un Gobierno víctima del adanismo de unos personajes sin otro sentido histórico que el de la revancha, ni más misión confesa que la de reinventar la realidad a su antojo.
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Unas viejas coplas lloraban así el paso de los años: “¿Qué se hizo del rey don Juan? / Los Infantes de Aragón / ¿qué se hicieron? / ¿Qué fue de tanto galán? / ¿Qué fue de tanta invención / como traxieron? / Las justas y los torneos / paramentos, bordaduras y cimeras / ¿fueron sino devaneos, / qué fueron sino verduras de las eras?”